Jaime Iglesias
Entrevue
Donna Leon

«La especie humana está abocada a su autodestrucción» - Donna Leon

Nacida en New Jersey en 1942, Donna Leon aúna los rasgos de carácter más reconocibles de la idiosincrasia estadounidense y del temperamento mediterráneo. Con sus compatriotas comparte esa naturaleza optimista, y hasta cierto punto despreocupada, que la hace ser amable, desenvuelta y con un punto naif cuando se deja llevar por su entusiasmo. Sin embargo, en su discurso prevalece ese escepticismo y ese descreimiento de quien contempla con recelo el devenir de una sociedad donde la única lógica que parece imperar es la de una explotación sistemática de los recursos buscando la obtención del máximo beneficio posible, una dinámica perversa que ha terminado por envilecer cualquier acción emprendida por el ser humano hasta conducirnos a un punto de no retorno.

Muchas de estas reflexiones son asumidas, en cada una de sus investigaciones, por Guido Brunetti, comisario de la prefectura de Venecia y protagonista de las veintiocho novelas escritas por Donna Leon desde que en 1992 le diera carta de naturaleza con “Muerte en la Fenice” (Seix Barral). El vínculo entre personaje y autora resulta tan estrecho que esta no duda en reconocerle como su “alter ego”. La (por ahora) última entrega de la serie es “En el nombre del hijo” (Seix Barral, 2019), una intriga que le sirve a la escritora para reflexionar sobre la pertinencia del legado en una sociedad huérfana de referentes donde la aceptación “del otro” resulta cada vez más problemática. Como de costumbre, la acción se desarrolla en Venecia, una ciudad que siempre fascinó a esta autora estadounidense (hasta el punto de fijar en ella su residencia durante años) y que, sin embargo, hoy en día únicamente le genera melancolía.

Esta es la vigesimoctava entrega de la serie Brunetti ¿Cuando en 1992 escribió «Muerte en la Fenice» imaginó que aquella obra daría inicio a una saga como ésta?

La verdad es que no. En aquella época lo único que tenía en mente era escribir un libro. Nunca pensé que con la publicación de aquella primera novela estuviera comprando un billete de lotería, pero así es como lo siento ahora. Todo lo que vino después lo he vivido como si hubiese sido agraciada con un premio inesperado.

¿Hasta qué punto la evolución del personaje representa su propia evolución personal?

Bueno, puede decirse que hemos progresado en paralelo, aunque entre Brunetti y yo hay grandes diferencias, ya que tenemos orígenes distintos. Él es mucho más taciturno y pesimista que yo, entre otras cosas, porque nació pobre, en una familia modesta, mientras que yo tuve una infancia feliz en la Norteamérica de los 50, lo que me ha llevado a participar de ese optimismo congénito que tanto caracteriza al americano medio, aunque a menudo me descubro abatida pensando en el futuro de nuestra civilización. Eso es algo que comparto con Brunetti, también el hecho de leer los mismos libros y tener una forma de ver la vida parecida.

En esta última novela el tema sobre el que gira toda la trama es el del legado, el de la herencia que dejamos tras morir ¿es algo que le preocupa?

Digamos que la idea de la novela surgió un poco a partir de la experiencia de algunos amigos míos de posición acomodada que no han tenido hijos y que, llegados a una edad, andan preocupados pensando qué ocurrirá con todo su patrimonio cuando ellos mueran. Y, si te digo la verdad, es algo en lo que yo también pienso a menudo, no porque atesore objetos de gran valor, sino por lo que dichos objetos representan para mí. En inglés, el verbo ‘amar’ se utiliza no solo para referirse a lo que sientes por una persona, sino para expresar la emoción que te sugiere un objeto y a mí lo poco que tengo no me gustaría que pasara a manos de alguien para el que esas cosas no tengan el mismo significado que han tenido para mí. Sé que es un pensamiento egoísta y que lo mejor que podríamos hacer es emular a los vikingos cuando metían a los difuntos en una barca y quemaban su cuerpo junto a sus enseres más queridos. Al final, vivimos presos de un sentido de la propiedad bastante absurdo, aunque peor sería seguir el ejemplo de los chinos o los egipcios que cuando moría algún mandatario enterraban con él a toda su servidumbre (risas).

¿Cree que estamos lo suficientemente sensibilizados respecto a lo que representa la conservación del patrimonio?

Nuestro amor por los bienes patrimoniales suele manifestarse de tres maneras diferentes: en primer lugar, puede haber un vínculo emotivo o sentimental, es decir, podemos amar un objeto porque perteneció a alguien muy importante para nosotros; en segundo término, puede darse una fascinación estética, es decir, es la propia belleza de la obra la que nos conmueve hasta el punto de empeñarnos en su conservación. Por último, está el factor económico, el hecho de que esa pieza o ese objeto tenga un alto valor en el mercado. Desgraciadamente, hoy en día, ese parece ser el único indicador válido para apostar por la conservación del patrimonio. Poner en valor cualquier cosa atendiendo a criterios sentimentales o estéticos únicamente merece desprecio.

En su anterior novela de Brunetti, «Restos mortales» (Seix Barral, 2017), el argumento principal eran las devastadoras consecuencias de la crisis medioambiental ¿hay una vinculación directa entre la destrucción del patrimonio artístico y la destrucción del espacio físico?

La destrucción del espacio físico, al menos para mí, se antoja un escenario mucho más preocupante porque ahí somos nosotros los que, directamente con nuestras acciones, estamos acabando con nuestra mayor riqueza. Hemos contaminado y arrasado con todo y no vamos a tener nada que legar a nuestros hijos, a nuestros nietos. Es algo terrible. Pero en lo que planteas sobre si es posible vincular la destrucción del patrimonio físico y la devastación del territorio, yo creo que todo se reduce a una cuestión filosófica. ¿Qué resulta preferible dejar como herencia a las generaciones venideras, una obra de Tiziano o un árbol? Eso ya depende del criterio de cada uno.

¿Y según usted?

(Se queda unos instantes callada, reflexiva) Honestamente, no lo sé. Si me das a elegir entre salvar un cuadro de Fragonard o un árbol, preferiría preservar el árbol, pero con Tiziano me lo pones difícil (risas).

En una entrevista reciente decía que los bárbaros ya habían llegado. ¿Ese desprecio por algo tan importante como la preservación del legado y del territorio cabe interpretarse como un síntoma de ese advenimiento?

En parte sí, pero se impone hacer una precisión conceptual. Cuando hablamos de bárbaros nos referimos, por definición, a aquellos que no comparten nuestros gustos o nuestra cultura y que, como tal, la desprecian hasta el punto de intentar destruirla. Para los romanos los bárbaros fueron aquellos pueblos que venían de fuera a revertir el status quo imperante, pero también es probable que los romanos fuesen bárbaros para ellos. Lo preocupante, hoy en día, es que somos nosotros mismos los que trabajamos en la destrucción de nuestro patrimonio, de nuestro territorio. La especie humana está abocada a su autodestrucción. ¿Dónde nos conduce esto? Obviamente, la situación resulta bastante desesperante pero, como dice un amigo mío conservacionista, en el caso de que los humanos desapareciésemos de la faz de la tierra, la naturaleza cuenta con mecanismos para autoregenerarse del daño que la hemos causado y otras especies vendrían a ocupar nuestro lugar. ¿Esto es horrible? Para nosotros obviamente sí, porque pertenecemos a esa especie condenada, pero igual para otras especies, y para el propio planeta, la desaparición de los seres humanos es incluso beneficiosa.

Usted se instaló en Italia seducida por las grandes diferencias culturales entre su país de origen, EEUU, y la sociedad europea. Sin embargo, si nos atenemos a la realidad política actual esas diferencias aparecen hoy algo diluidas ¿no?

No, yo creo que se mantienen. EEUU es un país que siempre se ha arrogado un sentimiento de superioridad enorme. Ese orgullo permanece intacto, actualmente se ha acentuado más si cabe, generando un patriotismo que suele expresarse en términos broncos y a través de una retórica amenazante. Frente a ese paradigma cultural, el europeo, en general, y el italiano, en particular, es más tranquilo. Comer bien, amar y tener salud bastan para que uno esté a gusto consigo mismo y con su propio país. No conozco a ningún italiano que diga que Italia es el país del mundo donde mejor se vive, aunque pueda llegar a pensarlo. De hecho, es más fácil escuchar a un italiano decir ‘este es un país de mierda’, cosa que un norteamericano nunca te diría, porque eso equivale a blasfemar dado que, en su fuero interno, piensan que son el país elegido por Dios para ejercer el liderazgo a escala planetaria. El estadounidense medio vive obsesionado con la idea de que todo el mundo quiere vivir en América, pero ¿qué europeo querría irse a vivir a un país que no asegura una atención sanitaria o una educación universales?

Sin embargo, en Europa, esos indicadores del llamado «Estado del Bienestar» también se encuentran amenazados, ¿no cree?

Sí, pero justamente el decir que algo está amenazado denota la convicción de que ese algo necesita ser salvado. Si consideramos que la educación, la sanidad, el patrimonio o el medio ambiente están en peligro es porque en Europa aún existe una fuerte conciencia de lo público y el ciudadano valora como algo positivo la implicación del Estado en la gestión de los recursos.

¿Diría que también Venecia y la propia idiosincrasia veneciana se hallan en peligro?

La destrucción de Venecia es un hecho consumado. Dentro de diez o quince años la ciudad, tal y como la conocimos durante siglos, no existirá. La singularidad de una ciudad viene dada por sus habitantes y los venecianos, cada vez más, se ven forzados a marcharse fuera de Venecia para poder construir un proyecto de vida. Eso por no hablar de la crecida de los canales. Lo que está en peligro de desaparecer, por lo tanto, no es solo el carácter de la ciudad, sino el propio espacio físico que esta ocupa. Yo creo que Venecia ha perecido víctima de su propia belleza, es un lugar al que todo el mundo quiere acudir, que cualquier persona anhela visitar y el turismo la ha vuelto insostenible, la ha convertido en una suerte de parque temático. Yo creo que a veces es preferible vivir en un lugar feo pero práctico que en un entorno privilegiado como Venecia. Mira si no la mayoría de las ciudades alemanas. En general, son ciudades feas y las que mantienen un encanto es porque han sido reconstruidas y, sin embargo, sus habitantes son felices en ellas. Deberíamos replantearnos esa deificación de la belleza. Las ciudades más hermosas no son siempre las mejores para vivir.

Esas reflexiones no son las propias de alguien que se define optimista. A ver si va a resultar que, a fin de cuentas, ha hecho mella en usted el fatalismo de Brunetti.

(Risas) A ver, yo soy optimista en lo que se refiere a mi propio proyecto de vida, pero no soy una ingenua. Las dificultades por las que atraviesa la mayor parte de la población y el futuro al que estamos condenando a nuestro planeta, me hacen ser profundamente pesimista.

¿Ese pesimismo sobre el futuro de Venecia fue lo que la alejó de la ciudad?

No, cuando me fui de Venecia no lo hice alentada por ningún tipo de reflexión fatalista, sino ante la imposibilidad de dar dos pasos por el centro de la ciudad sin verme metida en un tumulto de personas. Me agobian mucho las multitudes y no me gusta vivir en un sitio sobrepoblado, así que opté por abandonar la ciudad e irme a vivir a un pequeño pueblo suizo. Hace diez años que vivo allí y estoy muy satisfecha, aunque soy consciente de ser una privilegiada. La mayor parte de los venecianos que sobreviven con una pensión de 500 euros al mes no tienen esa posibilidad, por mucho que el crecimiento de la ciudad les haya ido expulsando de sus calles.

Todo ese pesimismo queda atenuado, sin embargo, por el atisbo de esperanza que transmiten sus últimas novelas acerca del papel que pueden desempeñar las nuevas generaciones a la hora de revertir ese futuro tan negro que parece cernirse sobre nosotros. ¿Tiene confianza en el activismo de los jóvenes?

Bueno, ahí está el ejemplo de Greta Thumberg, esa activista sueca que a sus 16 años se ha convertido en un referente mundial en la lucha contra el cambio climático. Me parece una muchacha admirable. Que siendo tan joven tenga una visión tan exacta sobre la destrucción de su hábitat y sobre las nefastas consecuencias que genera un consumismo desaforado, dice mucho en favor de ella. Ahora bien, no sé hasta qué punto su ejemplo puede servirnos como indicador de las inquietudes que laten entre la juventud actual. Más bien pienso que, por desgracia, lo de esta chica es un caso aislado, hay muy poca gente que a su edad tenga las cosas tan claras y resuelva enfrentarse, como ha hecho ella, a las grandes compañías multinacionales. Pero bueno, si hubiera muchos más jóvenes como ella, tienen todo mi apoyo, es necesario comprender el mundo en el que vivimos para cambiarlo.

Atendiendo a esa dicotomía optimismo versus pesimismo que viene marcando buena parte de la conversación, no me resisto a preguntarle sobre uno de los rasgos que definen la singularidad de Brunetti como personaje y es el hecho de ser alguien, esencialmente, feliz, lo que contrasta con la mayor parte de los protagonistas de la novela negra clásica. ¿Hay espacio para la felicidad en el relato criminal?

¿Por qué no? La mayor parte de las personas con las que uno se topa por la calle viven felices, o, por lo menos, contentas. La verdad es que, teniendo en cuenta los casi nueve meses que suelo tardar en darle forma a una novela y los otros nueve que necesito para escribirla, sería bastante duro para mí pasar todo ese tiempo en compañía de un personaje atormentado, huraño e introvertido. ¡Uff que pereza, quita, quita (risas)! Además, si tengo que hacer caso a lo que me transmiten muchos lectores, creo que parte del éxito de Brunetti se debe a su simpatía y a su inteligencia. Es alguien que cae bien.

Hemos empezado hablando del legado y en una entrevista reciente la oí decir que está preocupada por el futuro de su personaje, que cuando usted muera no le gustaría que fuera resucitado por otro autor como pasa con tantos otros detectives.

Yo creo que a ningún escritor le atrae la idea de que sus personajes puedan acabar en manos de otro autor. Otra cosa son las componendas que puedan llegar a hacer los editores tras la muerte del escritor en cuestión y que, en los últimos años, han resucitado para la literatura a personajes emblemáticos como Phillippe Marlowe o Pepe Carvalho. Pero no creo que Brunetti caiga en otras manos porque el copyright me ampara.

¿No se ha sentido tentada nunca de matar a Brunetti como han hecho tantos otros autores con sus personajes franquicia y así asegurarse el pleno control sobre él?

No, para nada, yo me fio de mis editores, pero es que ni siquiera como escritora he contemplado nunca esa posibilidad, es un personaje que me gusta demasiado como para liquidarlo y no me veo escribiendo novelas donde él no sea el protagonista.