Gorka Castillo
Bienvenidos a una nueva era geológica

Tunelboka, la huella del Antropoceno en la costa vasca

Desde el paseo de Punta Galea, en Getxo, no se ve la realidad pero esta pequeña cala casi inaccesible alberga las pruebas irrefutables de que la Tierra ha entrado en un nuevo tiempo geológico. Sus rocas están marcadas por la acción humana que está modificando todo el planeta.

La playa de Tunelboka que alberga una de las muestras geológicas más visibles del Antropoceno que hay en el mundo.
La playa de Tunelboka que alberga una de las muestras geológicas más visibles del Antropoceno que hay en el mundo.

La playa de Tunelboka, una cala casi inaccesible de la costa de Getxo, es uno de esos enigmas naturales que necesitan ser palpados para comprobar que no se trata de un decorado de ciencia ficción. Del subsuelo afloran extrañas formaciones rocosas, superpuestas unas sobre otras, que empiezan a cubrir los viejos sedimentos verticales del acantilado. A vista de pájaro, desde el paseo de Punta Galea, parece la mancha viscosa de una plaga implacable que carcome el flysch de un extremo a otro, entre escorias de hierro, parva, ladrillos, plásticos y todo tipo de arqueología industrial que el paso del tiempo y la furia de las mareas ha cementado. Donde no hay piedras brilla una ceniza ocre. El arenal es sombrío y se accede por un camino vertiginoso que cuando llueve se vuelve impracticable. Para los geólogos, sin embargo, todo esto es algo excepcional, algo así como un santuario donde honrar el nacimiento de una nueva era: el Antropoceno. «Son la prueba fósil a cielo abierto más evidente de que los humanos nos hemos convertido en una fuerza geológica de primera magnitud que ha sacado al planeta de su variabilidad natural, la que ha tenido durante los últimos miles de años», explica Alex Cearreta, uno de los 34 científicos del grupo de trabajo internacional que buscan señales en las rocas de que la Tierra ha entrado en una página insólita de su calendario geológico.

El profesor de la UPV y miembro del Equipo Internacional de Trabajo, Alex Cearreta.

 

Cierto es que hay otros lugares que conservan mejor las marcas de una acelerada mutación que comenzó hace un siglo. Por ejemplo, los corales del Caribe y Australia, el subsuelo cárstico de varias cuevas en el norte de Italia, algunos lagos de Canadá y China pero, sobre todo, los hielos de la Antártida y Groenlandia, donde el aislamiento de la acción humana está permitiendo a los científicos extraer los datos decisivos de la geología antropocena sin problemas, entre ellos los isótopos radioactivos artificiales producidos a partir del apocalipsis de Hiroshima y Nagasaki. Los análisis de sedimentos recogidos por el equipo del profesor Cearreta en diferentes puntos de la ría de Bilbo a lo largo de los últimos años indican la presencia de cesio 137, el mismo elemento que libera una explosión atómica en el desierto de Nevada o una catástrofe nuclear como la de Chernobil y Fukushima. «La ventaja de Tunelboka estriba en que el estratotipo que buscamos está a la vista pese a su fragilidad. El ascenso del nivel del mar acabará destruyéndolo», precisa este geólogo de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU) que ha convertido su investigación en toda una aventura de exploración humana y científica.

 

Rocas industriales de reciente formación cubren los viejos sedimentos del acantilado.

 

 

Controversia científica. Pero, ¿cómo definir exactamente el Antropoceno? Cearreta no tiene duda. Habla rápido y sin vacilar. «Hemos vivido un periodo de 12.000 años de relativa estabilidad. Es lo que conocemos como Holoceno, que si lo comparamos con la composición sedimentaria que se ha ido formando en las últimas siete u ocho últimas décadas, veremos que está muy alejada de los límites que lo definieron. Eso es el Antropoceno», explica. «Es una propuesta revolucionaria porque define un periodo, un tiempo y una época sin precedentes que perdurará más allá de nuestra propia especie», añade.

Hace sol esta mañana en la desembocadura de la ría de Bilbo y Cearreta escudriña los restos petrificados de Tunelboka con un pequeño martillo y un cincel. «Las rocas hablan, claro que hablan. Y nos dicen que la acción humana registrada en estos últimos 70 u 80 años tiene similitudes con los efectos de cambio rápido provocados por el meteorito que acabó con los dinosaurios», asegura. Incluso puede que más. A la velocidad que se están produciendo las modificaciones de la biosfera, ocho décadas equivalen a una glaciación. Pero aunque esta teoría pueda parecer la excentricidad de un grupo de científicos apocalípticos, las piezas del Antropoceno continúan ordenándose en un puzzle que conduce al desastre natural. Y lo hacen a medida que aumenta la temperatura de la Tierra sin contención y que los porcentajes de extinción de especies que año tras año verifican biólogos de medio mundo se acercan más y más a los límites de la supervivencia colectiva. Pese a las evidencias aportadas, el término Antropoceno sigue despertando dudas en la comunidad científica. Al menos en ciertos sectores que reniegan de un planteamiento universal basado exclusivamente en el comportamiento del hombre occidental «que no deja de representar a menos de un cuarto del total de la demografía mundial».

La formación geológica tiene una altura de cinco metros y el aspecto apocalíptico de la era postindustrial.

 

La sincronía global que exige la geología para que una propuesta de este calibre sea aceptada de manera oficial no ha sido demostrada al cien por cien, según opinan expertos como el paleontólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Juan Carlos Gutiérrez Marco, que considera que el término Antropoceno es una aberración científica. «Y está fundamentado en un punto culpabilista. Es como si el daño medioambiental causado durante la era más sucia de la humanidad fuera irreversible, no tenga vuelta atrás. Sus defensores afirman que llevamos 70 años en este nuevo tiempo. Pues bien, ahora imagine que dentro de 50 años se inventa un dispositivo que revierte el cambio climático. ¿Qué hacemos entonces? ¿Inventamos un nuevo término? Por eso no me resulta serio. Me parece más un adoctrinamiento pseudocientífico con tintes de posverdad», critica Gutiérrez Marco.

El debate se encuentra hoy en su punto culminante, incluso entre quienes ven el Antropoceno como un concepto preciso para definir la devastación causada por el hombre industrial en el equilibrio biológico de la Tierra. La decisión final depende de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas (IUGS, por sus siglas en inglés), una organización rigurosa y extremadamente conservadora en sus análisis de pruebas, en su forma de arbitrar las desavenencias y sus reconocimientos. «La discusión resulta muy interesante porque, en cierto modo, está sirviendo para tomar conciencia sobre dónde nos encontramos realmente en este siglo XXI que yo denomino ‘el de la gran prueba’. Es decir, el siglo donde comenzarán a percibirse los efectos del choque brutal de las sociedades industriales contra los límites biofísicos del planeta», afirma Jorge Riechmann, poeta y profesor de filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) cuyas reflexiones críticas sobre el modelo de vida actual le han convertido en un referente del pensamiento ecologista internacional.

Fue el holandés Paul Crutzen, premio Nobel de Química en 1995 por resolver el problema de los agujeros en la capa de ozono, quien consagró el concepto Antropoceno tras descubrir que la actividad humana estaba alterando la composición de la Tierra de una manera rápida y perversamente anormal. Crutzen propuso que el punto de partida de este insólito tiempo debía fijarse en 1784, el año en el que James Watt inventó la máquina de vapor e inauguró la Revolución Industrial, el rostro de una nueva era dedicada a saquear las riquezas fósiles almacenadas durante millones de años en el subsuelo del planeta.

Los sedimentos están compuestos por tecnofósiles fabricados y vertidos por los altos hornos a la ría de Bilbo entre 1902 y 1995.

 

 

Herencia industrial. Aquella fiebre siderúrgica que forró de dinero a una oligarquía poderosa y despertó la conciencia de clase llegó a Bilbo, a la margen izquierda de la ría. Los Altos Hornos de Vizcaya fueron su obra magna. Nacido en 1902, llegó a emplear a más de 16.000 personas y a producir millones de toneladas de acero en sus años de esplendor. A mediados del siglo XX, aquella catedral herrumbrosa y humeante representaba el futuro. Un complejo industrial que parecía una ciudad en sí mismo, con sus altísimas chimeneas coronadas de penachos de fuego. Junto a ella creció otro cinturón de hierro: La Naval, Aurrera, General Electric y la Babcock & Wilcox. De las minas de La Arboleda llegaban las ricas hematites que se destilaban en el lavadero del Nervión antes de transformarse en acero. Todo esto marcó el paisaje de la comarca, como una segunda naturaleza gris que modificó tierra, mar y cielo. Inmensas naves ocupadas por montañas de parva desparramados. Pozos de escoria gigantescos. Chaparrones de arrabio incandescente que discurrían por riachuelos y se precipitaban en cascadas envueltas en nubes de vapor, como un comic de Moebius, que caían al gran estercolero de la ría o eran derramadas sin control a pocas millas de la desembocadura. Y de aquel naufragio ecológico, de aquella durísima etapa industrial, solo ha sobrevivido el gigantesco fósil de Tunelboka, un arenal ferroso de 80 metros de largo con forma de media luna.

El biólogo Fernando Valladares, que lleva años entregado a la divulgación como investigador en el Museo Nacional español de Ciencias Naturales, sostiene que «sabemos que llevamos rumbo de colisión contra las condiciones que permiten nuestra vida. Seguramente, habrá microorganismos que sobrevivirán en ese mundo recalentado que estamos creando, con el nitrógeno, el agua y el carbono cambiados de sitio, pero nosotros no. Este sistema no es sostenible». Para este científico que con 29 años recibió el premio Mason Hale, uno de los reconocimientos más importantes que puede recibir un joven biólogo, el hombre se comporta como un «auténtico extraterrestre. Tenemos un paisaje profundamente transformado. Un proceso que a la naturaleza le lleva miles de años hacerlo y que el ser humano realiza una velocidad tan alta que no damos tiempo a su reposición natural».

La disposición de los estratos de Tunelboka muestran con claridad restos de vasijas y ladrillos arrastrados por las mareas y cementados por el paso del tiempo.

 

Edward Wilson, uno de los más grandes naturalistas de la historia y padre del concepto de la biodiversidad, no ceja de advertir de los profundos, rápidos y dañinos estragos que los humanos están causando desde el fin de la II Guerra Mundial. En 2014, Islandia declaró oficialmente muerto al glaciar Okjokull tras 700 años de existencia. Y no fue un hecho aislado. Las inmensas masas de hielo de Groenlandia y la Antártida, los responsables de buena parte del agua dulce que existe en la Tierra, pierden 125.000 millones de toneladas de su volumen cada año. Una cantidad devastadora para el equilibrio climático y la biodiversidad. Uno de los principales causantes de este deterioro es el consumo masivo de petróleo y todos sus derivados. Son los combustibles que ilustran el significado del Antropoceno, la transformación vertiginosa de un periodo geológico en otro humano caracterizado por la contaminación atmosférica a escala global. Elena Jiménez lleva desde 2002 investigando la contaminación de la atmósfera a nivel mundial, primero desde el National Oceanic & Atmospheric Administration de Denver y ahora como catedrática de química-física de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM). «Su combustión ha incrementado la concentración de CO₂ y de otros gases, como los óxidos de azufre y los óxidos de nitrógeno, que en altas concentraciones pueden ser letales», afirma. Así lo dictaminó el pasado diciembre la justicia británica tras la muerte de una niña de 9 años que sufría asma complicado por una prolongada exposición a niveles altos de óxidos de nitrógeno y partículas en suspensión procedentes del tráfico rodado. Miles de estos elementos se han incorporado a la composición del agua, la tierra y el aire. Desde 1960 se sabe que su presencia es nitroglicerina para la vida. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que la contaminación provoca la muerte prematura de más de cuatro millones de personas cada año en el mundo. Y lo que es peor, no permanece estática en las ciudades sino que traslada por todo el planeta. «Sus efectos también se pueden sufrir a cientos de kilómetros de la fuente de emisión o de la formación de contaminantes secundarios como el ozono a escala regional, debido al transporte atmosférico por los vientos», señala la catedrática de la UCLM.

Y una de las pruebas de esa oscura realidad está en la estructura rocosa de esa franja de tecnofósiles que las mareas han arrojado a los márgenes exteriores del Abra bilbaino. Acaso porque la cala de Tunelboka se ha convertido en una metáfora tangible de “El planeta de los simios”. Al menos, a los que nacieron antes de 1950 les queda el consuelo de haber vivido en dos épocas geológicas distintas, algo restringido a seres extraordinarios. «Dicho así, impresiona, pero también podríamos decir que el Antropoceno es ese momento en el que se unifica el tiempo humano y el geológico. Creo que es una metáfora bonita para explicarlo», añade Alex Cearreta.

Parece evidente que, como recalcan Fernando Valladares y Jorge Riechmann, «la presión del consumismo y toda su ética sobre el crecimiento infinito, nos lleva al desastre. Por eso estamos en el Antropoceno». Los más pesimistas piensan que, respecto al cambio climático, hemos traspasado ya el punto de no retorno, y las heridas infligidas a la Tierra son irreversibles. La gran muesca de la era que se ha formado en Tunelboka parece ajena al tinglado de la necesidad y la codicia. «Yo espero que prevalezca el sentido común, si es que aún conservamos un poco», añade el geólogo de la UPV quizá con la esperanza de que no se haga realidad el vaticinio que hizo el antropólogo Claude Lévi-Straus en su libro “Tristes Tópicos”: «El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él».