Miguel Fernández Ibáñez
NEWROZ KURDO

SILOPI: MIEDO ENTRE LAS RUINAS

LOS HABITANTES DE ESTA CIUDAD QUE VIVIÓ 36 DÍAS BAJO EL TOQUE DE QUEDA IMPUESTO POR EL ESTADO TURCO TRATAN DE RECUPERAR LA NORMALIDAD. ENTRE LOS EDIFICIOS DAñADOS POR LA LUCHA, LOS KURDOS TEMEN POSICIONARSE CON EL PKK O, EN SU CASO CON EL GOBIERNO TURCO, POR LAS POSIBLES REPRESALIAS.

En Silopi son pocos los kurdos que se atreven a dar el nombre; menos aún quienes aceptan ser fotografiados. El pueblo kurdo, proclive en los últimos años a mostrar sus pensamientos sin tapujos, calla incómodo en Silopi. Las calles de esta ciudad se convirtieron en testigos de una de las luchas más cruentas entre el Movimiento de la Juventud Revolucionaria y Patriótica (YDG-H) y el Estado turco. Se gestó tras las ruptura del proceso de diálogo, y se materializó cuando el Ejecutivo impuso, el pasado 14 de diciembre, un toque de queda de 24 horas que duró 36 días. El resultado es devastador.

«Mire lo que ha hecho el Estado con nuestras casas, con nuestros hijos. Apoyo las zanjas, la lucha por la libertad de nuestro pueblo. Erdogan es un asesino y pagará por lo que ha hecho», dice una señora en la entrada del barrio de Zap –Basak, en turco-, donde nació la resistencia del YDG-H, la milicia urbana del PKK. Allí es donde las casas muestran los mayores desperfectos. Las zanjas han desaparecido al igual que la ilusión de esta señora con el pelo canoso que sobresale del velo y que prefiere esconder su nombre. «Tengo miedo a que el Estado me torture, ya lo ha hecho antes con quienes hablan», recuerda mientras, sus familiares se asoman por las ventanas de su casa. Son todos jóvenes, un hombre y varias mujeres. El hombre, en la segunda planta, asevera que un amigo suyo fue detenido por hablar con un periodista. Tienen miedo a la represión del Estado.

Barrios como Zap o Barbaros fueron el núcleo de la insurrección armada kurda. Allí los jóvenes y el pueblo abrazaron la autonomía democrática del PKK. Esto se tradujo en zanjas, barricadas, telas azules para cubrirse de los francotiradores turcos y jóvenes empuñando fusiles. Era el resultado de la ira de un pueblo que se sentía traicionado y renegaba de la autoridad turca. Alaattin rechaza esa visión: «El pueblo tenía miedo al PKK y estaba obligado a secundar las zanjas. Todo lo que hicieron en esta ciudad fue un error y me alegro de que el Estado la controle de nuevo».

Alaattin es un nombre ficticio. Teme que sus palabras podrían conllevar consecuencias. Es un joven que reside en uno de los barrios ajenos a la revolución, cerca de la carretera que conduce a Irak. Su prioridad es la paz. Dice que los derechos que ha traído Erdogan son mejores que la guerra e insiste en que muchos kurdos ya no apoyan al Partido Democrático de los Pueblos (HDP): «Antes el HDP tenía el 90% del apoyo, pero ahora no llega ni al 50%. Cuando Figen Yüksekdag vino aquí antes de las barricadas miles de kurdos la recibieron. En marzo volvió y apenas contó con varias decenas».

«Es cierto que poca gente fue a ese encuentro, pero es por el miedo a ser arrestados. Piensan en sus hijos Y por eso pocos muestran en público su apoyo al HDP y PKK», matiza Yunus en una céntrica tienda de alfombras. Está junto a Hasan, el dueño, y ambos coinciden en que las zanjas no son una solución para el conflicto. «No faltan motivos, pero no es la forma correcta para lograr nuestros derechos. El Estado y el PKK se han equivocado, pero Erdogan quiere esta lucha porque le beneficia. Si quisiese la paz solo tendría que hablar con Öcalan. Una sola palabra suya terminaría con el problema», vaticinan.

Barrios destruidos

En la carretera que conduce a Irak, los recuerdos de la lucha no aparecen a simple vista. Allí se produjeron incidentes aislados. Una vez dentro de la urbe todo comienza a cambiar. Los vehículos blindados se dirigen constantemente a las áreas que vivieron la resistencia. En el barrio de Nuh empiezan a aser visibles los efectos de los enfrentamientos: una casa calcinada, otra con la segunda planta a punto de derrumbarse, agujeros de las balas en la mayoría de las paredes y una casa sin uno de los muros. Varios electrodomésticos estropeados sirven para que los niños jueguen. Lo hacen entre ruinas, y sin aparente temor.

Mientras saco unas fotografías de algunos de los 6.694 edificios dañados un hombre me llama. su nombre es Abdul Kemil. «Venga a desayunar», grita. Él es kurdo, y ejemplifica a la perfección la hospitalidad de la región. Su hijo Cudi me recibe en la puerta. Luego trae una bandeja llena de queso, miel, aceitunas.... y panes: «Pruebe y elija el que más le guste», insiste su padre.

Kemil lagrimea cuando empieza a contar los efectos del conflicto. Él huyó junto con sus hijos pequeños a Sirnak. Su mujer y sus otros cinco vástagos se quedaron. Tiene 55 años y algo de sobrepeso. Destila amabilidad: «Nuestro pueblo ha sufrido mucho. Mi familia ha tenido suerte, mire mi casa, está en buen estado, pero si gira la cabeza verá los boquetes en las casas de mis vecinos. Su situación me duele porque no merecen esto».

Su hijo trae una bolsa llena de medicamentos. Saca un colirio para los ojos. Kemil se emociona pero sus lágrimas se deben a un problema ocular. No toma posición clara con ninguna de las partes. «La guerra no es la solución».

Subiendo un poco más se llega al barrio de Zap. Allí las casas están en peor estado. Una tiene un boquete inmenso y el acceso está tapado por tablas de madera. En la parte trasera hay una pintada en apoyo a la resistencia kurda. Está escrita en rojo y verde. Encima de las letras varias líneas negras hacen ininteligible el mensaje. Las hicieron las fuerzas turcas. Cerca de aquí , el que fuera cuartel del YDG-H tpresenta un boquete, una habitación calcinada y otra con colchones apilados. En septiembre era el centro de reunión; hoy no queda ni un alma

El co-líder del HDP, Selahattin Demirtas, ha cifrado en medio millar los jóvenes de Silopi que se han ido a la montaña -–a unirse al PKK–. GARA intenta contactar con Robin Sores, uno de ellos. No hay respuesta. Está en la montaña. «Puede que incluso sean más», señala Yunus . Situaciones como esta son un terreno abonado para engrosar las filas del PKK.

Muchos de los miembros del YDG-H son los hijos de quienes tuvieron que desplazarse en los años 90 por la política de tierra quemada del Estado turco. Los traumas de sus familiares han ayudado a crear una generación que no olvida. El fracaso del proceso de paz hizo explotar toda esta rabia y la represión no hace más que acrecentarla. Según los datos del HDP, 42 civiles han perdido la vida en Silopi desde julio, entre ellos tres políticas kurdas, lo que sigue sumando rencor.

Los efectos del conflicto

Tras abandonar el barrio de Zap, un cuartel de policía aparece por sorpresa. Pienso que he cogido el camino erróneo, porque en una anterior visita a Silopi no estaba allí, pero Hasan y Yunus confirman que ha sido construido en el lugar en donde había un colegio.

Hasan tiene 60 años. Durante el cerco turco se refugió en su casa. «No podía dormir. Las balas, las bombas... me resguardé debajo de unas escaleras”. Este kurdo recuerda que el “PKK no es una organización, es el pueblo, y por eso nunca podrá ser derrotado», y remarca que aún no tienen reconocidos sus derechos: «La lengua kurda se tiene que enseñar no solo como optativa. Allah nos la ha dado para usarla».

Yunus iene 34 años y dos hijos. Parece mayor. “Nuestra vida no es fácil. Llevamos 40 años de guerra y eso nos envejece», bromea. Cuando comenzó el toque de queda huyó con su familia a su aldea. “Supe lo que vendría”, dice. Hoy el éxodo de kurdos continúa al igual que la lucha. Silopi, Cizre y el distrito de Sur son por el momento los puntos negros del conflicto. En Nusaybin o Yüksekova la masacre podría ser incluso mayor. «Antes nosotros escapamos a Sirnak y ahora ellos vienen aquí», explica en referencia al toque de queda impuesto allí esta semana.

Los kurdos parecen cansados, ansiosos por recuperar la normalidad. ¿O no será acaso que para los kurdos la normalidad es la guerra? Los bares, hoteles y comercios permanecieron cerrados. Poco a poco la vida se ha ido recuperando, pero aún está prohibido pisar la calle cuando anochece. Yunus, al igual que Hasan, acudía a los cafés para jugar a las cartas después de cenar. La economía local, basada en el consumo de alimentos -muchas parrillas abrían hasta medianoche- y tés, está por los suelos..

El Gobierno ha dicho que 1.200 jóvenes tendrán trabajo para reconstruir la ciudad que sus soldados y policías han arrasado. Pero los 100.000 habitantes siguen sin ver solución. Hasan añora el escaso tiempo que duró la paz: «Se vivía muy bien. Pude ir a Cudi Dagi -una montaña de la región-. Es un lugar maravilloso. Éramos felices porque disfrutábamos de Kurdistán, de la libertad. Hoy, de nuevo, no queda nada».