Aproximación al cine de los 70 con violenta crítica social

La ambición creativa es totalmente libre, pero suele pasar factura cuando conlleva un salto estratégico demasiado suicida. A pesar de ser un rendido admirador del cine de Ben Wheatley y su mujer Amy Jump, no puedo ocultar la decepción que me deja su paso del cine de bajo presupuesto al de gran producción, porque de tal hay que calificar a “High-Rise”. Siempre fue un proyecto del productor Jeremy Thomas, claro que concebido dentro de la mentalidad de los años 70, a la que responde fielmente la novela original de J.G. Ballard. En principio el director elegido fue con muy buen criterio Nicolas Roeg, que sin duda hubiera hecho una realización en la línea de “La naranja mecánica” (1971), de Stanley Kubrick; o de “O Lucky Man!” (1973), de Lindsay Anderson.
La violenta crítica social de entonces es muy difícil de recrear desde el punto de vista actual, ante lo que Ben Wheatley y su guionista Amy Jump optan por hacer una abstracción del texto que manejan. El consiguiente tratamiento es más estilista que otra cosa, sin llegar nunca a penetrar en el corazón salvaje de la alegoría de la lucha de clases. Se quedan en la superficie del regodeo estético, combinando decadentes fiestas con la ceremonia del caos. En lugar de apostar por las formas retrospectivas se podía haber intentatado una actualización en modo de acción apocalíptica o distópica, traduciendo el clasismo horizontal de los vagones del tren de la película del coreano Bong Joon-ho “Snowpiercer” (2013) al clasismo vertical representado por las cuarenta plantas de la Torre Elysium.
Otro elemento sicológico que falta en “High-Rise” es la sensación de vértigo, debido a que la narración es vertebrada por el ascensor interior como metáfora del arribismo. Al tratarse de un medio aislado del exterior, difícilmente se da el mal de altura que debería asociarse a un edificio arquitectónicamente perverso, creado por un megalómano y elitista arquitecto.

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