Víctor ESQUIROL
CRÍTICA «París puede esperar»

Antes de llegar a París, deberías saber que...

Aparentemente, la historia de “París puede esperar” no puede ser más sencilla. Se sostiene en el principio más elemental de todo buen viaje: ir del punto A al punto B. Además, tanto la casilla del inicio como la del final, son tan reconocibles como apetecibles. Grosso modo, tenemos a Diane Lane en el Festival de Cine Cannes, y pasada hora y media, tenemos a Diane Lane en París. Para llegar a la línea de meta, vamos a contar con la inestimable ayuda del mejor cicerone, un Arnaud Viard con mesa reservada en los mejores restaurantes de la geografía francesa... y en pleno despliegue de sus cualidades de Casanova.

Entonces, tenemos una road movie con pinceladas románticas. Una especie de publirreportaje turístico del estado francés, con el factor amoroso potenciado por la presencia (es un decir) de un tercer personaje. Alec Baldwin, marido en la ficción de Diane Lane, quien a pesar de andar liado en un viaje de negocios, va a seguir de cerca toda la acción, por el simplísimo miedo de que su media naranja caiga rendida a los encantos de su nuevo amigo francés.

La gracia está detrás de las cámaras. A los 80 años de edad, Eleanor Coppola (mujer de Francis Ford, sí) debuta en la dirección en solitario con una película agradable y agradecida con los sentidos. Algo así como un masaje para los ojos, las orejas y, ya puestos, el paladar. Visualicemos un bombón de aquella chocolatería tan exclusiva. Solo oír el ruido del envoltorio desenvolverse; solo ver el contenido, ya activa todas nuestras glándulas salivales. Solo pensar en que el chocolate es sustitutivo de... aquello mismo, hace que prendan instintos más salvajes. Así funciona la película: En Cannes, como una experiencia simpática e inocente; en París, como una confesión amarga (pero siempre sonriente) de los trapos sucios del clan Coppola. Diane es, sin duda, Eleanor. Alec es, faltaría más, Francis Ford. ¿Y Arnaud? A saber. Viva el morbo.