EDITORIALA
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La España en que su presidente no decide el Gobierno, la Euskal Herria que quiere decidirlo todo

Los elogios casi unánimes que allí y aquí ha recibido el equipo de Gobierno nombrado por Pedro Sánchez se explican por la fascinación que en estos tiempos despierta todo lo nuevo –la imagen–, no por su realidad política –el fondo–. No han tenido que pasar ni 24 horas para que los medios con buenas fuentes en los palacios y cloacas del Estado apuntasen lo que se intuyó claramente el mismo martes: la Guardia Civil vetó a Margarita Robles como ministra del Interior, y cabe pensar que, ya metida en harina, aprovechó para sentar en su lugar a uno de los suyos: Fernando Grande-Marlaska.

Tampoco es un disparate deducir que han sido los guardianes europeos de las políticas de ajuste más estrictas quienes han colocado como ministra de Economía a una de las suyas: Nadia Calviño, hasta ahora responsable del presupuesto de la Comisión Europea. Y la designación del hooligan unionista Josep Borrell como titular de Exteriores responde al espíritu, si no a la autoría directa, del cierre de filas ordenado en Catalunya por Felipe de Borbón en la arenga del 3 de octubre. Llevando el asunto a la caricatura, el presidente español ha podido colocar a un astronauta en Ciencia o a un presentador en Cultura, sí, pero poco más allá va su sello. El Gabinete destila un hedor a «atado y bien atado» que explica la tranquilidad absoluta con que se han tomado este inesperado relevo el PP o el IBEX35.

Que un presidente del Gobierno, aunque haya llegado al cargo sin ganarlo en las urnas, no decida libremente su gabinete debiera ser un escándalo democrático, pero es asumido a estas alturas como algo normal en este sur de Europa bajo tutela permanente.

En 2018, como en 1982

Sánchez es el tercer presidente del PSOE desde la muerte de Franco. Hace ya 36 años que Felipe González llegó a La Moncloa con las líneas rojas bien marcadas, y por lo que se vio, plenamente asumidas por su parte: el frenazo autonómico de la LOAPA tras el 23F, la guerra sucia en Euskal Herria, la entrada en la OTAN... Resulta curioso que la Guardia Civil que ahora ha pasado por encima de Pedro Sánchez es la que entonces dijo haber «descubierto» Barrionuevo hasta abrazarla con entusiasmo. Y no menos curioso que el Grande-Marlaska ahora aupado a ministro fuera uno de los principales saboteadores del proceso de negociación con ETA lanzado y bien encarrilado inicialmente por el segundo presidente del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero. Los poderes fácticos son como la materia, no se destruyen sino que se transforman: aquellos sables del Ejército que sobrevolaron 1978 son hoy los tricornios de la Guardia Civil, la oligarquía franquista ha dado el testigo al neoliberalismo duro hispanoeuropeo, el rey padre al rey hijo... pero la conclusión final es que en Madrid este Sánchez no se muestra hoy más autónomo que aquel González.

Una cadena para soltar cadenas

Este cuadro, tan evidente aunque ocultado, podría alentar un movimiento emancipador y democrático fuerte en el conjunto del Estado, una marea que simplemente reivindicara que la voluntad popular mande realmente, decidir. Pero ni está ni se le espera; ensayos como el 15M se quedaron manifiestamente cortos. Y esa parálisis hace más relevante aún lo que ha ocurrido estos últimos años en Catalunya y en Euskal Herria. Porque el deseo de decidir es precisamente la clave sobre la que se asientan dos dinámicas políticas de diferentes velocidades e intensidades, pero en una misma dirección.

El 1 de Octubre catalán mostró, contra viento y marea, que esa voluntad de decisión no es una utopía ni una quimera, sino algo posible y al mismo tiempo revolucionario. Ese día cambió la historia del país y terminará cambiando los mapas. Decidir es también la necesidad vasca, el reto de esta sociedad. Decidir, obviamente, no con las limitaciones que imperan en ese Estado convertido en un corsé insoportable. Decidir sin vetos, sobre todo y para cambiarlo todo. La cadena humana que hoy une Donostia, Bilbo y Gasteiz será sin duda una fiesta popular, pero por encima de eso un acto político transformador. Una cadena para soltar cadenas.