Mikel INSAUSTI
CRÍTICA «El desentierro»

Cañas y mucho barro

Ala hora de hablar de símbolos culturales valencianos de alcance universal no está de más recordar que las novelas de Vicente Blasco Ibáñez fueron pioneras en el Hollywood del cine mudo, y que los ambientes que tan bien describió en “Cañas y barro” sirven ahora de escenario a un thriller policiaco en ese viaje de ida y vuelta que es el continuo intercambio de ideas. Por eso si cuando se estrenó “La isla mínima” (2014) se dijo que la película trasladaba a las marismas andaluzas las pantanosas localizaciones de Louisiana vistas en la serie de televisión “True Detective” (2014), con respecto a “El desentierro” (2018) cabe decir otro tanto por el modo en que sabe sacar partido en clave “noir” al paisaje de la Albufera y sus arrozales. La traducción del inglés se extiende también, y no es ninguna casualidad, a la versión que el cantante local Bruno Lomas, que era de Xátiva, hizo en 1965 de “La casa del sol naciente”.

Pero la acción de “El desentierro” no retrocede tanto hacia épocas pretéritas, apenas un par de décadas atrás en un arco temporal que va de 1996 a 2017. Es un periodo más que suficiente para resumir lo que ha supuesto en la Comunitat Valenciana la corrupción política, todo ello mezclado y agitado con lo que fue la Ruta del Bakalao, el tráfico de drogas y la irrupción de las mafias del Este dedicadas a la trata y explotación de mujeres. Ni qué decir tiene que la ópera prima de Nacho Ruipérez no pretende aclarar nada de todo esto, sino que le sirve de trasfondo confuso en el que ambientar una historia de violencia entre clanes familiares conectados con el poder.

Nacho Ruipérez es un debutante consciente de su condición de tal, que inicia sus prácticas haciendo un ejercicio de estilo genérico sin mayores pretensiones, más allá de la potente carga icónica implícita en la idea central de desenterrar el pasado, tomada de la reivindicación de la memoria histórica.