Raúl BOGAJO

EL PEREGRINAJE DE HANSELMANN POR «EL MAL CAMINO» HACIA LA EXCELENCIA

Werewolf Jones, el lado salvaje de los personajes de la serie  Megg, Mogg y Búho del dibujante Simon Hanselmann, diría que todo esto es muy loco. Es muy loco que un tebeo en forma de comedia de situación clásica en torno a tres politoxicomaníacos personajes llegue a fundir hasta tal punto los circuitos catódicos, que diría la Bruja Avería.

Lo de Hanselmann ya no es cosa de cuatro chalados del tebeo que se acercan de feria en feria al autor para además de conseguir un ejemplar firmado regalarle, de vez en cuando, un porro de marihuana. O sí, pero de esos cuatro multiplicados por otros miles.

Precisamente de brujas va la cosa: de brujas, de gatos, de búhos y de lobos; de drogas y de sexo, de amistad, y de la vida que, más que fluir en aquel amable río en el que pescaban sus ideas los filósofos presocráticos, arroya y convierte en canto rodado a todo el que se baña en sus aguas. Hanselmann acaba de presentar su nuevo volumen ‘El Mal Camino’ en la feria de Madrid; se ha sentado en el sofá de Broncano en ‘La Resistencia’, y como uno más de sus personajes en el tebeo, ha aprovechado ese púlpito de salita y sofá para convertir, con su habitual metafísica de la provocación, a profanos y agnósticos a su religión de viñetas y tebeos. A los creyentes nos tiene hechizados desde aquel ‘Hechizo Total’ que publicaba la editorial Fulgencio Pimentel en 2014. Pero es todo muy loco y el rebote amplificado en las redes sociales del Hanselmann televisivo nos hace creer en un más allá creativo, seriado y de ficción lejos del imperio de la telenovela Netflix.

De Hanselmann, los que se preocupan por esto del tebeo, dicen que es lo más cercano a una estrella del rock. Nacido en Launceston, Tasmania, una ciudad con el mayor índice de criminalidad de Australia y en la que, según el autor, abundan los humanos que follan con perros y la metanfetamina, ha vivido y creado sus personajes en Seattle, cuna del grunge en los noventa y sede hoy del macro ultramarinos digital Amazon. Su madre, de la que habla y dibuja más de la cuenta según admite, es una adicta a la heroína y pasa su infancia y adolescencia entre compraventa de drogas, ataques de ansiedad y depresiones que plasma en dibujos que trata de autoeditarse para evadirse de un instituto que le aburre. Huye de todo esto en cuanto puede, a eso de los dieciséis años, y en alguna de estas viñetas por las que transcurre su vida alguien se fija en sus historias y sus dibujos y el personaje de Hanselmann empieza a fagocitar al propio autor hasta devorarlo y convertirlo en una de sus caricaturas. Hanselmann admite que todos sus personajes son partes de sí mismo, desde la más salvaje y loca hasta la más tierna y cabal y que sus historietas también son pedazos de su vida unidos en un collage de viñetas.

Personajes en torno a un sofá

En este nuevo volumen, Megg y Mogg atraviesan una crisis de pareja y de identidad que se ve agravada por la huida de Búho. Megg, álter ego en cierta medida del propio autor, es una bruja que no termina de encontrarse a sí misma. Mogg, un gato incapaz de salir de un bucle de ansiedad existencial que no hace más que acentuarse con la edad y con la crisis de pareja que atraviesa junto a Megg. Búho, el lado de la sensatez, deja de creer en una amistad que naufraga entre efluvios de narcóticos y Werewolf, un lobo camello y salvaje, busca en ceremonias orgiásticas de sexo y drogas el imposible de huir de su propia sombra. Falta Moco, un travestido enamorado hasta las trancas de Megg y tercera pata de la relación de esta con Mogg.

Un coctel de personajes que viven, piensan y se piensan en torno a un sofá como piedra angular de un esquema que repite los cánones de las teleseries clásicas pero que Hanselmann lleva sutilmente, capítulo tras capítulo y volumen tras volumen, hacia terrenos más oscuros y melancólicos sin dejarse arrastrar por la fuerza gravitatoria de la simpleza lacrimógena y trágica. Los que disfrutamos de Gazteak, aquella teleserie emitida en ETB en los 80 y que explotaba en clave de humor los estereotipos de las tribus urbanas del momento, quizá no podamos evitar leer Megg, Mogg y Búho sin un asomo de humedad en los ojos.

Ni victimismo ni nihilismo

En Simon Hanselmann, ni el tratamiento sin tapujos de las drogas ni el sexo, ni la búsqueda de una provocación desmesurada es algo novedoso en un medio como el cómic, siempre reticente a hablar de estas cosas en susurros y que, quizá por minoritario, ha permanecido alejado de censuras beatíficas y estériles. Tampoco lo es el uso como figura de la personificación y su poder metafórico y metonímico de sobra conocido en la ilustración y paradigmático en la gigantesca Maus de Art Spiegel y su funcionamiento en cuanto al uso de animales como estereotipos. En Hanselmann no hay un alarde estilístico y ni un asomo de pretenciosidad en la creación de sus guiones, no necesita recurrir ni a efectos ni a giros extraños en los planteamientos y lo curioso es que toda la desmesura que se intuye a primera vista se compensa a medida las páginas avanzan. Hanselmann consigue la paradoja de que todo parezca fluir y permanecer a flote en un mar de insensatez.

Hanselmann tampoco es un predicador de viñetas moralizantes; sus personajes asumen su condición de lumpen como una segunda piel. No hay ni victimismo, ni nihilismo, sólo un dejarse arrastrar por la corriente de ese río al que cantaba Roger McGuinn en la balada que cierra la película ‘Easy Rider’: «El río que fluye, fluye hacia el mar. Donde quiera que vaya ese río ahí es donde quiero estar». Ahora, ‘Easy Rider’ acaba de cumplir cincuenta años y el río no ha dejado de arrastrar historias y personajes que como Megg, Mogg y Búho admiten su condición de naúfragos sin dar brazadas en balde porque, como diría Tom Petty una vez más recurriendo al oráculo de las canciones y su sabiduría, «incluso los perdedores tienen suerte alguna vez».

Aquí es donde Hanselmann dibuja a sus personajes, aquí es donde también Hanselmann no ha dejado de atraer incondicionales que se suman volumen tras volumen a sus historietas. Es todo esto pero también la personalidad del propio Hanselmann, el Hanselmann que se disfraza para ser otro más de los personajes en los que cree; ese tipo cercano y adorable que dicen los que han tenido el gusto de tratar con él. El Hanselmann divertido y travestido que esconde detrás del disfraz el trazo de un genio para contar historias.

Y claro, también lo es la apasionada apuesta de la editorial Fulgencio Pimentel por el autor y por una edición, en general y en todo lo que tocan, que considera al libro como un objeto bello y deseable, una obra de arte. Algo muy muy loco también en tiempos de la volatilidad digital. ‘El Mal Camino’, de Simon Hanselmann es hasta ahora el mejor libro de Hanselmann y el mejor de una saga que no hace más que crecer. ‘El Mal camino’, editado por Fulgencio Pimentel es un ejercicio de edición que nos sorprende una vez más. Hanselmann y Fulgencio Pimentel lo han vuelto a hacer.