Emperador
En algunas zonas de la península hay un pescado al que llaman emperador. De las ideas sobre el poder que más me han fascinado siempre es la de Emperador. En otros tiempos fui considerado en algunas tabernas como el emperador del carajillo de DYC. Todos tenemos unos antecedentes que cuando se sacan a secar al sol nos retratan bastante mejor que todas las buenas intenciones que ponemos en ser individuos participativos, socialmente correctos y con cuatro ideas portátiles para transitar por este mar de las contradicciones que nos deja en una situación de perenne extravío. Nuestra biografía está formada por fracasos, desengaños y resacas. Y me apunto, de manera incondicional, a la idea de que todos los que no somos emperadores debemos aprender a convivir con el fracaso, no con el éxito, que es una entelequia o eso que les pasa a un porcentaje mínimo de la ciudadanía global. Educación para los perdedores.
He visto imágenes fijas y móviles de la proclamación de Naruhito, el nuevo Emperador del Japón, y entre todas las crónicas serviciales y las obsoletas y patrocinadas en el apartado de análisis corporativo de la vestimenta de los invitados, yo me quedo tranquilo porque este Emperador, al que nadie de sus súbditos puede tocar, ha dicho algo que tranquiliza no solamente a los consumidores del Sol Naciente, sino a toda la Humanidad sin excepción porque ha jurado comprometerse a trabajar por «la felicidad del pueblo y la paz en el mundo». Perfecto. Por el flanco de las casas reales el discurso está ya colocado en el territorio de los cuentos de hadas. Todos los dioses tienen conexiones directas con los lazos sanguíneos de estas estirpes que heredan imperios, reinos y cuentas en Suiza. La plebe somos, cuando mejor nos tratan, votantes, estadística, masa, en ocasiones excepcionales masa madre.

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