Ramón SOLA
EL PRECEDENTE DE 1977

«Pactos de La Moncloa»: un caramelo envenenado, con Suárez y con Sánchez

Se presentaron como la vacuna para superar el virus franquista y la paralela pandemia económica, pero encerraban otra cosa. Ahora que Sánchez evoca los «pactos de La Moncloa», conviene hacer historia.

Pedro Sánchez sabrá lo que anida en su mente cuando apela a unos nuevos «pactos de La Moncloa». Pero recordar aquellos de 1977 puede dar una pista. Entonces los tejió Adolfo Suárez, en un contexto no tan diferente. Acababa de morir Franco, la pulsión independentista era intensa sobre todo en Euskal Herria y el sistema económico hacía aguas por la inflación; 43 años después la Monarquía está ante su mayor escándalo, el independentismo ha puesto a Madrid contra las cuerdas con el «procés» catalán y el coronavirus aboca a un esfuerzo económico descomunal.

Aquel aparente regalo de un acuerdo abierto a las formaciones de izquierda y a las naciones tenía una génesis envenenada: a la salida del franquismo cualquier gesto progresista pasaba por ser un avance, aunque se quedara muy corto respecto a las posibilidades de cambio reales. El pacto que plantea Sánchez también tiene su riesgo de raíz: es propuesto desde el único Gobierno español de coalición y de entrada el más progresista de estos 40 años, lo que puede llevar a engaño si no se tiene en cuenta que en otro lado de la balanza estatal las derechas pesan casi un 50%. A la espera del PP, Ciudadanos ya anticipa que se suma al intento.

Otro paralelismo es que aquellas reformas de 1977 se vendieron como reforma económica imprescindible (como ocurrirá ahora) pero tenían un reverso político muy restrictivo. Tras la travesía del desierto franquista y con una inflación desbocada (26%) –crisis del petróleo, retorno de emigrantes...–, resultó sencillo presentar como avances reformas que en realidad dibujaban líneas rojas.

Así, en lo económico se permitía afiliación sindical mientras se ponían topes del 22% a los incrementos salariales (por debajo de la inflación) o se autorizaba despido libre para el 5% de las plantillas. En lo social, se despenalizaba el adulterio pero no se regulaba siquiera el divorcio, no digamos ya el aborto. Y en lo político, se declaraban libertad de expresión o de reunión pero condicionadas a la decisión judicial o a leyes políticas limitadoras; se estipulaba el delito de tortura, pero nunca se castigaría realmente; se proclamaba la renovación de los cuerpos policiales y del sistema judicial, pero sin depuración de las FOP ni supresión real del TOP.

Los pactos del 25 de octubre de 1977 tuvieron como firmantes principales a la UCD de Suárez, el PSOE de Felipe González, la AP de Manuel Fraga y el PCE de Santiago Carrillo, clave para otorgar legitimidad desde la izquierda al «consenso» de Suárez. Se sumarían luego primero CCOO y luego UGT. Carrillo ya había renunciado para entonces incluso a reivindicar la República. Francisco Letamendia ‘Ortzi’ recuerda en su enciclopedia ‘Euskadi, pueblo y nación’ que «la firma de esos pactos constituye la apoteosis personal de Carrillo, quien piensa que con ellos ha cristalizado el ‘compromiso histórico’ en forma de una especie de supergobierno de concentración». Lo que ocurrió realmente es que la reforma ahogó la ruptura y el PCE no solo no gobernó (como ahora sí ha logrado Podemos) sino que fue en picado.

Los pactos fueron rubricados también por PNV (a través del diputado y burukide Juan Ajuriagerra) y CiU (Miquel Roca). Pese a sus previsiones, los jelkides serían inmediatamente apartados del proceso de elaboración de la Constitución de 1978, otorgándose la representación de la «minoría vasca-catalana) a Roca, maniobra delatora de los recelos de Madrid ante Euskal Herria. En paralelo se lanzaba un Estatuto de Gernika, aprobado justo dos años después de esos acuerdos, que establecía la partición vasca sin cuestionamiento desde el PNV.

Iñaki Egaña recuerda en su ‘Nuevo diccionario histórico-político de Euskal Herria’ que «los pactos de la Moncloa fueron tan contestados en Euskal Herria que el Gobierno central, dividido en cuanto al papel que el PNV pudiera jugar como aval para su proyecto, decidió contemporizar, marginando al conjunto de las fuerzas nacionalistas vascas en el diseño posterior del Estado». El escenario se repetiría ahora. En cuanto a Catalunya, hará falta que pase el periodo de excepción de la epidemia para saber cómo evoluciona la mesa de diálogo entre Gobierno y Govern, que apenas había echado a andar cuando todo ha quedado en «stand by» obligado. Sánchez quizás esté ya ante la tentación de cancelarla. El PP lo exigiría sin duda en unos nuevos pactos de Moncloa.

Redondeando aquel capítulo de la historia, falta añadir que el posterior «tejerazo» y la LOAPA recortaron aún más los perfiles de aquellos acuerdos-base del Régimen del 78, hasta dejar un balance ruinoso tanto para los nacionalismos en su conjunto como para la izquierda española más allá del PSOE.

Se impuso una centralización disfrazada entonces de autonomía y que ahora cabalga de nuevo a lomos de gestión de la epidemia. Sin olvidar la presencia al fondo del factor militar, entonces como «ruido de sables» y ahora como propaganda a golpe de desinfectante.