Ane RUIZ DE OTXOA
LIBROS PARA UNA CUARENTENA

Selva, ópera y delirio

Fitzcarraldo”, la película de Herzog evoca una imagen onírica: la de un barco remolcado por una colina selvática a fuerza de brazos. Las sogas que se deshacen, el esfuerzo inaudito, los jirones de niebla que suben del río de madrugada y se quedan flotando en la copa de los inmensos árboles durante el día, la selva inmóvil en la lejanía pero hirviente de vida y amenazas en cada centímetro del fango rojo que forma su suelo, el sudor, las fiebres, los indígenas hoscos y enigmáticos. Todo ese ambiente se encuentra en el diario de rodaje que Herzog escribió en la cuenca amazónica peruana. Pero hay mucho más. Sacar adelante una producción en esas condiciones fue una tarea épica que se enfrentó a problemas previsibles, pocos, y a gran cantidad de imprevistos. Comenzando con el megalómano carácter de su protagonista, Klaus Kinski, quien hirió de consideración a algún que otro actor durante el rodaje y quien, a su vez, estuvo a punto de ser asesinado por el grupo de indígenas que trabajaron a las órdenes de Herzog.

Las entradas del diario nos remiten en su mayoría a Iquitos y al Camisea, un afluente cercano al Marañón y a las rugientes gargantas del Urubamba. Pero también a las ciudades de San Francisco y Nueva York. Aún más variado que sus escenarios es el ingente tropel de actores y técnicos que movilizó la película. Con la voz de Caruso de fondo, Herzog reunió para la ocasión a improvisados actores, músicos y escritores consagrados, técnicos sofisticados y de batalla y hasta a una conejita Playboy reinventada en directora de una cárcel privada norteamericana.