Beñat ZALDUA
IRUÑEA
CRISIS DEL CORONAVIRUS

Sánchez alargará un mes el estado de alarma, pero solo centralizará Sanidad

El Gobierno español propone un estado de alarma más largo pero menos invasivo, con el objetivo de alargarlo hasta el final de la desescalada, que llegará, a priori, a finales de junio. Si no hay sorpresas, claro.

El noruego Erling Braut Haland, uno de los últimos descubrimientos de la Bundesliga, marcó ayer, en el minuto 28 del derbi del Ruhr entre el Borussia Dortmund y el Shalke 04, el primer gol de la liga alemana tras 66 días de parón. El fútbol vuelve al país germano, pero la normalidad sigue siendo una quimera. Haland corrió al córner a celebrar el gol, pero no había ningún aficionado para aplaudirle, y sus compañeros de equipo lo festejaron a dos metros de distancia, mientras en el banquillo se felicitaban sin quitarse las mascarillas. No va a ser fácil aceptar esto como normalidad.

Quizá baste con buscar otro nombre. Que no sea confinamiento no quiere decir que sea normalidad. Y que no se nos ocurra un nombre mejor no parece razón para hablar de nueva normalidad. Ya vendrá la inspiración, mientras tanto, aceptemos que es una situación sin nombre, porque no la hemos vivido antes. Para ser normal, la situación tendría que ser previsible, y no lo es. Lo ha repetido varias veces el catedrático de epidemiología de Harvard Miguel Hernán, ahora en labores de asesoría a Pedro Sánchez: «No sabemos qué va a pasar».

Sigue habiendo más preguntas que respuestas. Tanto en el ámbito científico como en el mundano. ¿Cómo acaba una pandemia? La periodista Gina Kolata ha indagado en ello y se ha encontrado de todo, pero destaca dos respuestas: la médica, cuando la incidencia y las muertes remiten, y la social, cuando la gente dice basta y se sacude el miedo. Con el coronavirus parece que hemos llegado al segundo final, pero el primero está por ver. Los datos siguen siendo buenos, pero podían ser mejores. Ayer se detectaron, solo en Nafarroa, 21 nuevos casos.

Una prórroga de un mes

Pese a los altibajos, tanto Nafarroa como la CAV –que mañana abrirá la movilidad en los herrialdes para empezar a homologar la fase 1– solicitarán la semana entrante su paso a la segunda fase. Si todo sigue en orden, dos semanas más tarde se pasarán a la tercera fase, y en poco más de un mes habrá acabado la desescalada, sin saber muy bien cuál es el campo base en el que nos vamos a instalar.

Si todo este guión se cumple, con ese final de la desescalada concluirá también el estado de alarma con el que gobierna Pedro Sánchez desde el 14 de marzo. En su habitual intervención sabatina, ayer glorificó el estado de alarma, asegurando que sin él «habríamos tenido 300.000 muertos»; un cálculo frívolo que casa con la justificación que hace un mes se daba a la presencia de uniformados de las FSE en las ruedas de prensa. La pandemia ha seguido remitiendo sin ellos, y no parece que nadie los haya echado de menos.

La facilidad con la que Sánchez aprobó las primeras prórrogas quincenales ha ido dando paso a arduas negociaciones en las últimas ocasiones. De ahí que el Gobierno español opte ahora por una prórroga más larga, de algo más de un mes, que le solvente el problema hasta el final de la desescalada. Para ello el Ejecutivo negocia, según dijo ayer Sánchez, con todos los partidos excepto PP y Vox.

Habló de «desescalada institucional» y buscó limar asperezas con la mayoría de la investidura, en especial con ERC, que en la última votación se posicionó en contra. Sánchez anunció que a partir de la siguiente prórroga la única autoridad delegada el ministro de Sanidad, Salvador Illa, y que los ministros de Interior, de Defensa y de Transporte, Fernando Grande-Marlaska, Margarita Robles y José Luis Ábalos, respectivamente, dejarán de serlo. Dicho de otro modo, esas competencias –menos Defensa, claro está– volverán a las autonomías, y Madrid se quedará para sí solo la de Sanidad, aunque la enmarca en un esquema de «cogobernanza» con las Comunidades Autónomas. Las decisiones, seguirán siendo suyas.

A la espera de elecciones

La prórroga se aprobará, salvo sorpresa mayúscula, el miércoles. Un día antes, el lehendakari Iñigo Urkullu habrá convocado elecciones, al menos si las quiere celebrar el 12 de julio, como se ha venido rumoreando. Tiene que convocarlas 54 días antes de que se celebren, por lo que el calendario obliga. Lo que no está claro es qué fórmula empleará. Según informaba ayer el grupo Vocento, Urkullu habría elevado una consulta a la Junta Electoral para ver si es posible convocar unas elecciones con plan B. Es decir, convocarlas para julio pero incluir en la misma convocatoria una fecha sustitutoria en setiembre, por si no pudiesen celebrarse de aquí a dos meses.

Son tiempos de Control+Z. Ahora que la digitalización avanza, aunque no para todos de igual manera, sabremos ya que esas dos teclas sirven para deshacer nuestra última acción ante un ordenador. Parece que Urkullu convocará para julio, pero si no puede ser, echará marcha atrás y lo dejará para setiembre; Sánchez devuelve ahora algunas competencias, pero si lo considera oportuno, puede rectificar y centralizar de nuevo lo que crea oportuno. Y el coronavirus, conviene no olvidarlo, nos puede mandar de vuelta a casa si vuelve a brotar. «Nadie sabe qué va a pasar».

Y sin embargo, los debates sobre aquello acerca de lo que apenas se tienen certezas siguen dominando el debate público, quizá en detrimento de ámbitos en los que sí existe capacidad de decisión y acción. Desde la reforma del sistema de las residencias –la crisis sanitaria ha vuelto a poner encima de la mesa todas sus carencias–, al futuro de la educación –no ya este curso, sino a partir de setiembre–, pasando por las recetas que se apliquen para hacer frente a la crisis económica que sigue a la sanitaria. Isidro Esnaola escribe de ello en las siguientes páginas para recordar que, pese a todos los matices, las opciones en juego no son tantas, más aún vistos los límites al endeudamiento. O recortar gastos o aumentar ingresos vía reforma fiscal. Y a diferencia de 2008, no va a ser fácil defender recortes tras una crisis que ha elevado la cotización de un sector público robusto y capaz.