Daniel GALVALIZI
ASALTO AL CONGRESO DE EEUU

Un sistema que se dispara al pie

Los sediciosos de Trump son la imagen grotesca de una crisis que lleva mucho tiempo gestándose, a caballo de la destrucción de la equilibrada distribución de la riqueza que supo tener la primer potencia, sumado a medios agitadores y un sistema político tan laxo que acaba devorándose a sí mismo.

Por qué te echaron gas?», pregunta un reportero a una joven aturdida. Desde el National Mall, el parque histórico que une el Capitolio con el monumento a Lincoln desde donde una vez habló Martin Luther King, la mujer responde: «Queríamos entrar al Congreso. Esto es una revolución».

La escena se ve en uno de los miles de videos sobre la rebelión de trumpistas que dio la vuelta al mundo. Sin armas pero al parecer bien organizados, unos pocos miles pero ruidosos seguidores del presidente saliente, Donald Trump, irrumpieron en el Congreso. Ante la pasividad insólita de la Policía, consiguieron entrar hasta el hemiciclo, interrumpiendo momentáneamente el pleno en el que se declaraba formalmente al binomio Joe Biden-Kamala Harris como nuevos presidente y vicepresidenta.

Eran todos blancos, mayoría hombres, con banderas de la Confederación (el símbolo que en la guerra civil utilizaron los esclavistas) y carteles con mensajes apocalípticos. Este es el siglo de la imagen y, como tal, la del miércoles fue una escena simbólicamente poderosa, que provocó el pronunciamiento de presidentes del mundo y organismos como la OEA y la OTAN. Pero que lo cinematográfico del hecho no oculte lo que es: el epítome escandaloso de un proceso que lleva décadas gestándose y que ha encontrado en el incendiario Trump un perfecto catalizador.

La desigualdad, el peligro latente. Los analistas se han cansado de explicar que el triunfo de Trump fue producto de una clase media blanca posindustrial frustrada con el sistema, que comenzó su rebelión política con el Tea Party en 2010. Pero el enfado de gente que ve al Estado como un ogro que le quiere quitar más dinero tiene su base en un proceso que comienza a fines de los años 70.

Según datos de World Inequality Database, que compara el porcentaje de la riqueza entre el 1% más rico y el 50% más pobre, desde la Segunda Guerra Mundial hasta 1980 hay un acercamiento entre ambos polos, teniendo el momento de mayor equidad en 1981: la mitad de abajo de la pirámide social ostentaba el 19,7% de la renta mientras que el 1% de la cúspide el 10,6%. De allí en adelante hubo una espiral imparable a favor de los más ricos y en detrimento de los sectores populares.

Ese empobrecimiento de las mayorías tiene un momento bisagra en 1997, primer año desde 1942 en el que el 1% supera en renta total a la mitad más pobre. La desigualdad no ha parado de crecer, con picos durante el final de las eras de Bill Clinton y de George W. Bush y una estabilización en el segundo mandato de Barack Obama. El año pasado, el 1% más rico se quedó con el 18,7% de la renta y el 50% con el 13,5%. En tanto, el Coeficiente de Gini (medidor de la distribución) ubica a Estados Unidos en el segundo lugar de los países más desiguales, después de China, según los datos más recientes del Banco Mundial.

La radical desregulación financiera y bajada de impuestos de Ronald Reagan es la madre de la desigualdad (ver el documental An Inside Job, de 2010, para un ejemplo detallado del cambio que significó). El giro copernicano que hasta ahora nadie ha querido modificar va agrietando más el tejido social por la robotización de la economía. Implicó el desmantelamiento de la industria manufacturera, la desaparición de sindicatos fuertes, debilitamiento de la clase media y multiplicación de los billonarios. Los servicios y la alta tecnología son los que han tirado del PIB en paralelo a un déficit fiscal y comercial gigantesco.

La gran crisis de 2008 tampoco puede separarse de esto. No pocos analistas creen que el desastre de las hipotecas subprime que llevó al colapso financiero fue producto de un intento de Bush por permitir una mejora en los sectores más pobres gracias a un relajamiento de las reglas de Wall Street, en vez de hacerlo por la vía de mejorar su renta. El boom de la construcción y de la compra de propiedades con préstamos poco sustentables acabó empobreciendo más a sus iniciales beneficiarios.

Medios agitadores y primarias obligatorias. Pues aquel enfado de la clase media-baja no logra disiparse. En los WASP, acrónimo utilizado allí para los white anglo saxon protestant (blancos anglosajones protestantes), la rabia se canaliza volcándose hacia la derecha antisistema.

Un inciso para entender con ojos europeos el complejo sistema estadounidense: desde su fundación, hay un sector social que ve con temor el poder del Gobierno central. En un país hiperfederal, Washington es visto por muchos como una burbuja burocrática desconectada del día a día del norteamericano medio, cuya casi totalidad de asuntos son gestionados a nivel local, con haciendas e impuestos propios. La desconfianza a la estructura federal es común y similar a lo que algunos europeos hoy sienten con Bruselas.

Sobre los hechos del Capitolio, Obama responsabilizó «al Partido Republicano y su ecosistema de medios» que azuzó «sin base real» la denuncia de fraude electoral. Aquí entra en escena Rupert Murdoch, el magnate australiano que inventó la cadena Fox News, al ver astutamente un espacio vacío para representar a esa audiencia de derecha cada vez más radicalizada. Medios como éste fueron duros opositores a Obama y aliados de Bush y Trump. No es casual que el primer jefe de estrategia de Trump haya sido Steve Bannon, creador del poderoso sitio de derecha radical Breitbart News.

Como todo bucle, a veces se sale de control. Las redes sociales amplifican estos discursos y Facebook y Twitter demoraron demasiado en poner coto a los mensajes incendiarios de Trump y las fake news. A golpe de tuit y fustigando a los medios progresistas más tradicionales, el presidente estadounidense ha logrado una conexión directa como nunca con sus bases.

El otro factor clave de todo esto es el sistema de partidos laxo que permite muy fácil a cualquiera participar en las primarias de las formaciones. A diferencia del resto de las democracias, las élites de los partidos estadounidenses no pueden impedir que alguien extrapartidario participe de sus primarias si tiene los avales suficientes. El proceso de primarias es obligatoriamente abierto, por lo que poco pueden hacer las cúpulas, más allá de los discursos, para evitar que un demagogo autoritario sea su candidato si es que logró sumar los asambleístas suficientes.

Esta laxitud, sumada al engendro del Colegio Electoral, hace que la democracia estadounidense se venga devorando a sí misma y acabe poniéndose en ridículo ante la opinión pública mundial.

Pero más allá de las escenas distópicas, no todo es imagen. No hubo un golpe de Estado. Darle la proporción justa a los hechos también es no ser funcional al fascismo. Cientos de insurrectos repitiendo disparates y posando para los medios no constituye un golpe, pero sí un aviso de hasta dónde se puede llegar cuando pones a un populista sin escrúpulos a la cabeza del sistema.

El intento de tierra arrasada del Nerón estadounidense no fue más allá de ruidos. Sí, hay una minoría reaccionaria crispada ante cambios que ve imposible frenar: la demografía exhibe en las últimas elecciones que será difícil para la derecha volver a ganar la Casa Blanca y la Cámara de Representantes. Los blancos protestantes (bastión conservador) no son más mayoría sino la primera minoría en los principales estados.

Una paradoja se dio el mismo miércoles: cuando los forajidos rompían vidrios en el Capitolio, el escrutinio en Georgia daba el triunfo de los dos escaños del Senado a los demócratas. Uno de los candidatos, Raphael Warnock, es el primer afroamericano en ganar la senaduría por ese estado, cuya población afrodescendiente es del 32%, pero nunca había tenido un representante en la Cámara Alta.

El movimiento progresista estadounidense vive un momento de vigor que se demostró en las protestas antirracistas de mitad de año y en la participación electoral de noviembre. Por primera vez en décadas los demócratas (con una creciente ala izquierda) tendrán el control de la Presidencia, la Cámara Baja y el Senado. Faltan unos pocos días de circo trumpista para que llegue el turno de Biden-Harris y ver si habrá un tiempo de sosiego o de más decepción.