Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación
GAURKOA

Cortina rasgada

En la película, un científico estadounidense interpretado por Paul Newman vuela a la RDA en plena Guerra Fría y reclama asilo político al gobierno socialista de Walter Ulbricht. No tardamos en descubrir que en realidad, nuestro intrépido ingeniero aeroespacial es un agente doble que anda en busca de alguna fórmula secreta sobre la tecnología antimisiles soviética. Es 1965 y aún resuena la crisis de los misiles cubanos, la amenaza de una guerra nuclear y el jugoso mito del teléfono rojo que conecta Washington con Moscú. Dicen que Alfred Hitchcock no terminó demasiado bien con Newman, pero ahí nos queda el largometraje “Cortina rasgada” como testimonio del cine de propaganda de una época tan apocalíptica como la que ahora nos ha tocado en suerte. Para el espectador occidental, «rasgar la cortina» (de hierro) significaba quebrar el telón de acero, infiltrarse en el territorio hostil del Pacto de Varsovia.

Hay cortinas de toda clase y tamaño, biombos de toda forma y color. Hay cortinas opacas que repelen la luz como un impermeable repele la lluvia y hay cortinas traslúcidas que sugieren pero no muestran. Hay paneles de inspiración japonesa impresos con dibujos de capricho. Hay cortinas venecianas que dibujan sombras carcelarias. Hay estores con aspecto de tapiz persa. Hay visillos de la casa de la abuela sujetos por alguna de esas cuerdas imposibles que se enredan en las manos. Hay cortinas de ducha que se separan de sus anillas en el éxtasis del crimen (eso lo sabe bien Hitchcock). Y hay también cortinas de humo, esos mantos políticos y mediáticos que camuflan las noticias incómodas bajo otras noticias más convenientes o inofensivas. En tiempos de crisis y corrupción, nada mejor que una humareda densa para desviar la rabia. Panem et circenses.

Andan saliendo como champiñones toda clase de alcaldes, consejeros y enchufados varios que se han colado a codazos en la cola de la vacuna. En casa tenemos las dimisiones de Eduardo Maiz, director del hospital de Basurto, y José Luis Sabas, director del hospital de Santa Marina. Algunos sanitarios denuncian que son varios los directivos que han sacado tajada de su posición para chutarse antes que las personas vulnerables. Tanto Maiz como Sabas fueron concejales del PNV en el Ayuntamiento de Bilbao y han hecho carrera en el disputado gremio de los puestos de confianza. Escribo todo esto sin el menor asomo de sorpresa. Que la anomalía se haya convertido en norma debería hacernos zapatear de indignación, pero en el oasis vasco se ha extendido un grueso manto de pereza resignada. Tenemos una poderosa tradición combativa, pero también tenemos, no nos engañemos, una masa de ciudadanos sumidos en el letargo.

El caso es que la consejera Sagardui salió por peteneras cuando le preguntaron por el «vacunagate». Si el escándalo de las OPE de Osakidetza salió barato tirando a gratis, el lío de las inyecciones no parece que vaya a alargar la factura, ni siquiera cuando empieza a conocerse que las dosis han ido rulando al buen tuntún entre dirigentes que no tienen ningún contacto con enfermos. Habrá que elaborar alguna habilidosa maniobra de despiste. Una bomba de humo. Y en nuestro país, las cortinas de humo suelen levantarse con gases lacrimógenos y con pelotazos impunes. Esta semana hemos sabido que la vida de Cabacas no vale más que una condena irrisoria. Y esta semana hemos sabido también que la Ertzaintza no dispara foam al aire sino contra las personas. No para disuadirlas sino para reventarles los huesos.

En el vídeo se escucha a un mando uniformado en la Parte Vieja de Donostia. «Vamos a tirar a dar, ¿vale?». En el hospital, vemos a un joven con la quijada rota. No es la primera vez que la policía autonómica zumba contra la cabeza. En 2019, la Brigada Móvil fracturó la mandíbula a una joven que protestaba frente a la extrema derecha. Aitor Esteban la llamó «ultra» y el Departamento de Interior cursó una multa de mordaza en su contra. Para que no haya dudas, el viceconsejero de Interior ya ha explicado que el protocolo habitual consiste en apuntar contra las personas. En los foros policiales, las personas se llaman «ciervos». Mirad si será eficaz la tangana que por un momento me he olvidado de la gestión de la pandemia. Parece que funciona la cortina de humo.

Esta semana, la Corte Europea de Derechos Humanos ha condenado a España por no investigar las denuncias de tortura presentadas por Iñigo González. Como ya viene siendo tradición, Marlaska está en el ajo en su papel de eterno juez instructor que mira hacia otro lado. Algunos medios han despachado la noticia con un breve apresurado y otros medios se han desprendido de los zapatos para pasar de puntillas sobre el asunto. Mientras tanto, las cadenas de radio y televisión dedican largas horas de tertulias e informativos a dilucidar qué clase de tormento debe aplicarse sobre Pablo Iglesias por haber declarado que Puigdemont es un exiliado. El humo de algunas cortinas es impenetrable.

También esta semana hemos confirmado que la Ertzaintza que tira a dar es la misma Ertzaintza que acude a la Audiencia Nacional con atestados delirantes contra jóvenes independentistas vascos. En las declaraciones de Galder Barbado y Aitor Zelaia hemos conocido un informe policial donde se adjuntan como pruebas acusatorias un mapa de Euskal Herria o un mensaje de apoyo a los familiares de Alfredo Remírez que sufrieron un accidente de tráfico durante una visita a Daroca. No hace falta buscar abusos de poder en los sótanos de la Guardia Civil de Tres Cantos, nos sobramos con esa represión autóctona que pasa desapercibida porque te la clava con disimulo entre aurreskus y txapelas.

En el hojaldre fugaz de los periódicos, las noticias que más duelen terminan sepultadas bajo un jaleo de titulares estridentes y opiniones mercenarias. Se vende barata la tela de las cortinas de humo. Y sale muy caro rasgarlas.