Carlos GIL
Analista cultural

En la calle

Por una razón u otra, llevaba unos largos meses que mi relación con el teatro que se hace en la calle había pasado a ser casi un vago recuerdo. La semana pasada estuve en la Umore Azoka de Leioa, celebrada fuera de sus fechas primaverales habituales, con unas medidas de protección por causa de la pandemia que condicionaban el mismo ejercicio de la actividad, así como con la circunstancia, previsible por otro lado, de que cayeron unos morrocotudos chubascos que alteran de manera definitiva todo el programa, su visión, horario y relación espacial.

Por lo tanto, entre la ilusión, la frustración, las condiciones especiales y el paso de los años, volví a sentir que el teatro de calle, en la calle, por la calle, para espacios abiertos, debe, como casi todo, replantearse su función, encontrar otra vez un impulso creativo que supere la rutina, porque si se tiene un poco de mala suerte y se eligen espectáculos del mismo porte, formato, intrascendencia y calidad, la sensación puede ser demoledora. Se comprende que estos años de restricciones, situaciones imposibles, hayan causado daño en las estructuras, en las posibilidades de desarrollo, pero además de esas circunstancias, hay que tomarse el teatro de calle con la decisión, seriedad y rigor que se merece. Y me refiero a los que producen espectáculos y a quienes los programan.

El precio no debe ser un criterio fundamental, debe intervenir lo justo, y al final de la negociación.