EDITORIALA
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Cobardía, versiones oficiales, profanaciones e impunidad

Es un triste hecho que en este mundo la vida no es sagrada. Las incontables muertes que se dan a diario en todo el planeta no dejan lugar a demasiado debate. Sin embargo, la muerte es contemplada como sagrada en casi todas las culturas y, en general, eso se respeta. Es una misión civilizatoria que se respete la vida de las personas, y nunca está ese objetivo más lejos que cuando algunos poderes no son capaces de respetar a las personas que han muerto en sus conflictos, a las víctimas y a sus familias. Perder de vista este límite es una desviación, y cuando se utiliza a los muertos para acrecentar la humillación del enemigo algo profundo se ha roto en ese conflicto. Este es un principio universal, que vale por igual para Israel que para el Estado español, y que se debe aplicar sin distinción a todos los poderes y bandos.

Las imágenes del entierro de la última periodista palestina abatida por disparos israelíes, Shireen Abu Akleh, conmueven algo profundo en el interior de las personas. Piense lo que piense sobre la ocupación israelí, a quien no le afecte ver apalear a los familiares de la periodista y hacer tambalear su féretro, debería revisarse sus convicciones y sus códigos morales. Profanar un entierro, no permitir el duelo y la protesta por una muerte, no solo atenta contra toda noción de humanidad y los derechos humanos, va contra valores centrales de la actividad militar. Es un gesto muy cobarde.

En el caso de la sociedad vasca, la versión oficial de los israelíes resulta patéticamente familiar: «no se puede saber quién disparó» y «quizás la mataron los suyos» han sido excusas comunes aquí. Niegan lo que todo el mundo ha visto con sus propios ojos. Pegar con esa saña a quienes están transportando el cuerpo de su ser querido, intentar derribar el féretro, cargar cruelmente contra el pueblo que quiere honrar a la muerta… resuena fuerte en la conciencia de nuestra sociedad.

Dos apuntes. Por un lado, es importante que las generaciones más jóvenes conozcan lo que ocurrió con los entierros de Joseba Asensio “Kirruli” o de Joxean Lasa y Joxi Zabala, porque ese conocimiento ofrece contexto, perspectiva, valores y memoria. Y anula tonterías. Por otro, si se cede al ensimismamiento se corre el peligro de desenfocar y amortiguar la solidaridad con quienes deberían ser los y las protagonistas en este momento: la población palestina, que está siendo masacrada impunemente, y en particular los y las periodistas que están siendo eliminadas para que no cuenten lo que Israel está haciendo en Palestina.

La impunidad supone un final, y un principio

Desde una perspectiva legal la impunidad puede ser entendida como la última estación de un crimen. Es cuando como pago por sus servicios se libera de su responsabilidad a alguien que ha cometido algún delito.

Sin embargo, en las políticas antiinsurgentes, la impunidad de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y de los militares deviene en el comienzo de otro tipo de injusticias e inmoralidades. Permite el negacionismo, revierte la carga de la prueba y justifica humillaciones de todo tipo contra quienes han sobrevivido a la violencia estatal. Ayer, de la mano del Foro Social, Tamara Muruetagoiena, Eneko Etxeberria, Maider García y Karmen Galdeano dieron testimonio de sus vivencias. Su coraje es ejemplar, pero su realidad resulta insultante para la sociedad vasca.

La cadena de injusticias es fácilmente reconocible. Para garantizar la impunidad hay que impedir que se sepa la verdad. La impunidad de los torturadores, por ejemplo, permite que se niegue la tortura. La negativa a asumir los crímenes de Estado lleva directamente a discriminar a sus víctimas. Que familias de 23 víctimas de guerra sucia hayan tenido que pagar un total de 106.000 euros en costas judiciales en el Estado español por reclamar, sin lograrlo, ser reconocidas como «víctimas del terrorismo» es una desfachatez terrible.

En un Estado democrático y decente, la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la ilegalidad de la incomunicación y la vulneración del derecho a la defensa hubiese generado un escándalo. Aunque era evidente que buscaba lograr un espacio opaco donde poder torturar, las policías lo exigieron, los jueces lo firmaron, los gobiernos lo instauraron y los medios lo justificaron. En el caso de Xabier Atristrain, como ha determinado Estrasburgo, y en el resto de casos análogos. La perseverancia es la única arma que, antes o después, desmonta la impunidad. Aquí y en Palestina.