«Hay que electrificar, pero lo ideal es tener menos coches y usarlos menos»
Nacido en Birmingham, ha recorrido el mundo como reportero y hoy es corresponsal de “The Economist” en Chicago. Su último libro, Autocalipsis (Capitan Swing), lanza una crítica frontal a la omnipresencia del coche. Con ojo analítico, señala qué lugares están sabiendo recuperar el espacio urbano y cuáles siguen sacrificándolo al tráfico motorizado.

Podría decirse que Daniel Knowles pertenece a una rara estirpe que desentona en un país que devora gasolina. A diferencia de la mayoría de los habitantes de Chicago, no tiene coche y se desplaza en bicicleta. A su juicio, las pruebas de que el automóvil nos empeora la vida son claras: contaminan, matan, segregan y sacan lo peor de cada uno cuando estamos al volante. Sin embargo, seguimos moldeando nuestras ciudades en torno a nuestras ruedas. En EEUU, hay 290 millones de vehículos en circulación, más de uno por adulto y el número de vehículos per cápita sigue creciendo en todo el globo. El tráfico aumenta sin parar. ¿Por qué tiene tanta fuerza la “cochemanía”? ¿Hay alternativas?
Dice que para atisbar en qué va a convertir el coche nuestras ciudades, no hay más que visitar Houston. ¿Es tan aterrador? ¿Qué revela sobre prioridades urbanísticas?
Creo que Houston es el ejemplo de cómo la cultura del automóvil se ha vuelto más desmesurada. Es una ciudad enorme. Si la colocas sobre un mapa, tiene unos 150 kilómetros de ancho. Se extiende y se extiende. En toda esa área hay como 8 millones de personas, pero cubre un área que es algo así como todo el sur de Inglaterra. Allí, no puedes realmente llegar a ningún lado sin conducir. Hay un pequeño tren que va de una parte del centro a otra, pero casi nadie lo usa. Es cara y hay mucha contaminación. La forma en que la gente vive allí depende de cantidades increíbles de energía, de aire acondicionado funcionando todo el tiempo. Solo la cantidad de asfalto hace que se caliente tanto en verano... con el clima de Texas... El tramo más ancho de la carretera tiene 26 carriles. Cuando conduces en ella y el GPS te dice "sal en esta salida", tienes que cruzar 13 carriles de tráfico para llegar al otro lado. Creo que Houston es justo lo que pasa cuando dejas que todo se descontrole, cuando sigues ampliando las carreteras.
Pero señala que no compramos coches por capricho, sino porque nuestro entorno nos obliga. ¿Cómo llegamos a diseñar ciudades donde es prácticamente imposible vivir sin uno? ¿Fue un accidente histórico o un plan bien ejecutado?
Creo que fue algo entre esas dos cosas. No fue del todo un accidente: hubo decisiones deliberadas para construir y ensanchar carreteras, incluso demoliendo barrios, en EEUU, Europa y ahora también en países como Kenia o India. Todo empieza con un pequeño número de personas, que son relativamente ricas, que son la élite de una ciudad o un país, que obtienen autos y quieren conducir. Al principio funciona, pero cuando más gente los tiene, llega el tráfico, la falta de aparcamiento, y la respuesta siempre es la misma: más carreteras, más expansión. Es un ciclo que se repite hasta acabar en un modelo insostenible, como Houston.
¿Por qué nos cuesta tanto imaginar una vida sin coche? ¿Y hasta qué punto esta obsesión está vinculada al éxito o la libertad?
Si te fijas en los anuncios de coches, nunca hay tráfico, nunca cuesta aparcar. Venden la idea seductora de libertad: subes al coche y vas donde quieras, sin horarios ni esperas. Pero no funciona. Cuando todo el mundo tiene coche, esa libertad desaparece: te vuelves completamente dependiente de él. Claro que hay momentos —como ir de camping— en los que tiene sentido. Pero la mayoría de las veces, no. La mayoría de las veces, no te da libertad.
¿Qué nos dice el auge de los SUVs o las camionetas sobre nuestra sociedad? ¿Por qué elegimos coches diseñados para el desierto... para ir al supermercado?
Creo que revela un fallo en nuestra capacidad para resolver problemas colectivos. Todo el mundo va por su cuenta. Los todoterrenos son cada vez más grandes porque la gente quiere sentirse segura frente a otros coches grandes, generando una especie de carrera armamentista. En EEUU, esto se ha agravado porque la seguridad se ha evaluado solo desde dentro del vehículo, sin tener en cuenta el daño que causa a peatones o a otros coches. El resultado: más muertes y menos seguridad real. Es un comportamiento individualista que empeora nuestra sociedad.
¿Y qué impacto tiene el coche en la desigualdad social?
Cuando todo el mundo depende de su propio coche, la desigualdad se hace más profunda. Hay un 30% de la población —personas mayores, con discapacidad, niños— que simplemente no puede conducir y queda fuera. Además, depender de su propio vehículo genera que las comunidades, los barrios, estén más dispersos, lo que se traduce en que se generen cada vez menos lazos entre vecinos. En EEUU, además, este modelo se ha usado históricamente para sostener la segregación racial. Al final, estar encerrado en tu coche te aísla del resto y permite a los más ricos vivir al margen de los problemas sociales.
Compara la industria automotriz con la del tabaco o el petróleo. ¿Por qué tiene tan buena prensa un sector que chantajea a gobiernos con el cierre de fábricas si no recibe dinero público?
Creo que en parte es una cuestión histórica. Se asocia la industria del automóvil con esa época de crecimiento tras la guerra, cuando tener un trabajo en una fábrica significaba estabilidad y un buen salario. Hay mucha nostalgia por esa idea, aunque no tenga que ver con lo que realmente se fabrica. Además, una planta de coches es un empleador muy concentrado: puede tener 5.000 personas trabajando en una sola ciudad, y eso tiene un gran peso político. Si esa fábrica cierra, como pasó en Janesville, al norte de Chicago, el impacto es enorme. Otros sectores no funcionan así; los trabajos están más dispersos. Por eso hay miedo a dejar caer la industria. Pero al final, incluso con ayudas públicas, esas fábricas acaban cerrando o automatizándose.
Es probable que eso le resulte familiar al lector, dada la realidad de ciudades como Iruñea, donde Volkswagen es intocable.
Claro, por ejemplo, en la planta de Longbridge, donde crecí, trabajaban 50.000 personas en los 70. Antes de cerrar, quedaban solo 5.000, aunque se producían más coches que nunca. Los gobiernos intentan frenar una catástrofe industrial, pero en realidad solo la aplazan, y a un coste muy alto. Y con la transición al vehículo eléctrico, hay todavía más incertidumbre: va a haber más competencia, más eficiencia, y no está claro cómo se va a sostener la industria. Creo que los líderes deberían pensar con más sensatez. Las industrias cambian, y eso siempre cuesta, pero lo cierto es que la automoción recibe una atención especial. Y sí, los empleos importan, pero todos los empleos importan.
¿Por qué un mundo lleno de Teslas sería también insostenible?
Creo que muchos de los problemas con el coche van más allá del cambio climático. No es solo lo que emiten, lo que contaminan, es que, cuando todo está construido en función del coche -carreteras, aparcamientos, etc.-, acabas con una forma de vida insostenible. Todo está tan lejos de otros lugares. Y cambiar a eléctricos no arreglará eso. Así que creo que, aunque necesitamos electrificar nuestra flota de coches, idealmente deberíamos conducirlos menos y tener menos coches.
Y luego hay que sumar la demanda energética.
Claro. Queremos redes más verdes, menos dependientes del gas —antes ruso, ahora quizá estadounidense—, pero los coches eléctricos consumen muchísima electricidad. Ya estamos intentando electrificar la industria, la calefacción, el aire acondicionado, incluso la inteligencia artificial. ¿Tenemos capacidad para sumarle millones de coches eléctricos? No lo tengo claro.
Usted apuesta por cambiar las reglas del juego urbano.
Sí, por ejemplo, un modelo exitoso es la tasa de congestión implementada en Londres, que ha sido replicada en Nueva York. En París, se han cerrado algunas carreteras, convirtiéndolas en carriles bici y reduciendo plazas de aparcamiento. Para recuperar el espacio público y reducir la dependencia de los coches, las ciudades deben implementar políticas integrales que conecten el transporte público con la planificación urbana, es decir, no solo construir un sistema de transporte público, sino también asegurarse de que las viviendas y otros servicios estén bien conectados con las estaciones de transporte.
Hay ciudades asiáticas que lideran esa transformación. En Tokio, por ejemplo, solo el 12% de sus habitantes utiliza el coche para ir al trabajo.
Tokio es un ejemplo interesante, ya que se construyó casi desde cero después de la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de muchas otras ciudades, no siguieron el modelo de priorizar los coches. Optaron por construir un sistema de trenes eficiente y gestionaron las autopistas a través de empresas privadas con altos peajes. Una de las lecciones clave de Tokio es que una correcta fijación de precios, como hacer que los conductores paguen el costo total de conducir, reduce significativamente el uso del automóvil. Además, en Tokio, el estacionamiento es un factor crucial: si la gente tiene que pagar por aparcar, conducen menos. Proporcionar estacionamiento gratuito o hacer que las empresas lo ofrezcan sin costo adicional es un subsidio oculto para los coches.
Advertía en el libro de que si los republicanos gobernaban de nuevo, había que perder la esperanza. ¿Qué pasa ahora que Trump ha vuelto?
Las políticas de aranceles podrían, irónicamente, destruir la industria del automóvil. Si los coches se vuelven más caros sin cambiar la planificación urbana, la gente terminará siendo más pobre. Lo ideal sería que las ciudades y los gobiernos locales pasen a la acción, pero con Trump en el poder, las políticas que buscan hacer los coches más eficientes o mejorar las carreteras probablemente desaparecerán. A pesar de todo, creo que es una oportunidad para que ciudades demócratas mejoren sus políticas de transporte.

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