Una misión
Caminando por ferias y festivales encuentras circunstancias que incitan a la reflexión más primaria. Cuando no me sumerjo en disquisiciones metafísicas sobre la esencia del hecho teatral, me siento como una suerte de abanderado de una lucha por la dignificación de los públicos. Una misión extraña, porque si alguien es soberano, en la teoría, son las espectadoras que acuden a las programaciones habituales o excepcionales. Estamos en temporada de excepcionalidades diversas por estar en fiestas, temporadas veraniegas o festivales en espacios singulares.
Impresiones personales y no homologables ni transferibles. El lugar de la tierra donde me he sentido más incómodo es en el Teatro Romano de Mérida. Y sin embargo miles de personas disfrutan en estos días de montajes de toda condición y categoría dejándose sobre las piedras historiadas su energía. Estoy convencido de que, si volvieran aquellos romanos, no actuarían en esos espacios, que se amoldarían a la realidad arquitectónica y técnica actual. Entiendo la necesidad de buscar añadidos para incitar a la ciudadanía a ir al teatro y lo excepcional, los marcos incomparables, las programaciones no habituales, se consideran buenos incentivos. Sobre todo, arregla las estadísticas, porque algunos de estos eventos no permiten ver las obras con todos sus matices. No parece importarle a casi nadie. Solo a los que tenemos una misión que cumplir, aunque vayamos en contra del mercado.

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