¿Sociedad enferma?
Se habla de «años de plomo» para referirse a aquellos en los que ETA causó la mayoría de sus víctimas. El año en que ETA causó más víctimas mortales, casi un centenar, fue 1980. Después, la media anual de víctimas fue menor. El general Andrés Cassinello habló bien claro al respecto: «1980 fue el año de mayor debilidad del Estado respecto a ETA. Fue el año de la desilusión y del desencanto».
Basta con repasar la hemeroteca para darse cuenta de que quienes han acusado a la vasca de ser una «sociedad enferma» no tenían entonces el interés que tuvieron después por hablar tanto de las víctimas de ETA. Entonces, les interesaba minimizar el alcance de los atentados y poner sordina al dolor de sus víctimas. Una actitud que tuvo no poco que ver con el sentimiento de abandono y soledad de muchas víctimas.
Es evidente que dicha actitud no ayudaba en absoluto a las víctimas de ETA. Las autoridades eran bien conscientes de ello, pero decidieron que el fin a conseguir justificaba de sobra los medios. Por eso siguieron aplicando durante años la misma política, afirmando encima que el fin nunca puede justificar los medios. La tortura y cómo actuaron durante los «años de plomo» están ahí para desmentirlos.
Véase, al respecto, el testimonio de Ana Velasco Vidal-Abarca cuyo padre, el comandante Jesús Velasco, responsable del servicio secreto en Araba con el nombre de guerra «Velarde», mató ETA en 1980, el año en que ETA causó más víctimas mortales.
Según Ana Velasco: «En aquellos años la política de los sucesivos gobiernos era, básicamente, de ocultación. Las noticias relativas a los asesinatos, que se producían casi a diario, se daban después del tiempo. Cuando habían transcurrido veinticinco minutos del Telediario, en una noticia de cinco segundos decían, por ejemplo: «Han asesinado a un guardia civil en Alsasua». Y ya está. Así se trataba la cuestión del terrorismo, era terrible».
Ese tratamiento informativo no era, desde luego, fruto de la improvisación, sino que se decidía en las más altas instancias. Sobre todo, cuando las víctimas eran miembros de las Fuerzas de Seguridad, en cuyo caso la directriz a seguir no era precisamente la de dar voz a sus familiares, para que expresaran su sufrimiento.
Así se puede apreciar en otro significativo testimonio, el de la viuda de Francisco Berlanga, artificiero de la Policía muerto en atentado en Iruñea en 1979, el segundo año con más víctimas mortales causadas por ETA. Según su relato, lo primero que le dijeron los altos mandos de la Policía tras la muerte de su marido fue que «por favor no hablara», y añadió muy dolorida que «teníamos que reventar, guardarnos nuestro llanto, nuestra pena».
Es también muy significativo lo que afirma el general Ángel Ugarte en su libro “Espía en el País Vasco”. Según Ugarte, que dirigía entonces el servicio secreto en Euskal Herria, «Las familias tenían que comerse las lágrimas casi en soledad. En aquellos tiempos los muertos de ETA eran enterrados bajo una capa de silencio. O al menos eso intentaban quienes tenían el poder».
Todos esos testimonios muestran cómo actuaban las autoridades, poniendo sordina al sufrimiento de las víctimas de ETA. Una manera de actuar que no favorecía en absoluto la empatía hacia dichas víctimas y que contrasta sobremanera con la que tuvieron años después, al descender de manera notoria el número víctimas.
Fue entonces cuando empezaron a dar un tratamiento bien diferente a los atentados, que pasaron a ocupar siempre los titulares, y sobre todo a las víctimas. Fue entonces, y no antes, cuando empezaron a hacer todo lo posible para conseguir la máxima empatía hacia dichas víctimas, siguiendo unas directrices que nada tenían que ver con las que adoptaron durante los «años de plomo».
Estas fueron las nuevas directrices:
1. Máxima difusión informativa de los atentados; sobre todo, si había víctimas civiles.
2. Dar datos sobre sus familias para que la gente las sintiera muy próximas.
Esas directrices fueron muy adecuadas para que se acrecentara la empatía hacia las víctimas de ETA. Por eso, si hubieran querido conseguir lo mismo con las víctimas de la tortura, habrían hecho otro tanto. Sin embargo, es obvio que han aplicado unas directrices totalmente opuestas.
El añorado periodista Javier Ortiz afirmó al respecto que la sociedad española prefería no saber nada de la tortura «porque le viene muy bien no saber nada de la tortura». Ortiz no habló de «sociedad enferma» por respeto, pero podía haber usado dicha expresión con muchísima más razón que las autoridades españolas.
Los negacionistas de la tortura saben de sobra que esa actitud de persuadirnos de que no existen los males que no nos conviene que existan es muy humana. Por eso se han dedicado a alimentarla emitiendo un mensaje tan sencillo como eficaz: «las denuncias de torturas son puras invenciones de los terroristas y sus cómplices». Una mentira goebbelsiana destinada a que los ciudadanos españoles puedan tranquilizar fácilmente sus conciencias.
Las autoridades españolas clasifican a las víctimas en tres categorías. Solo las de ETA son víctimas de primera. Las de la guerra sucia de segunda y las de «abusos policiales», de tercera. Encima, durante décadas han ocultado a miles de víctimas; sobre todo, las de la tortura. Las han ocultado negándoles toda verdad, sin la que son imposibles la justicia y reparación, con garantías de no repetición, que tanto necesitan.
Para esas autoridades, las víctimas de la tortura ni siquiera llegan a ser víctimas de tercera y por eso ocultan lo que dijo respecto a la tortura uno de sus principales referentes intelectuales en lo que se refiere a las víctimas de ETA: el catedrático emérito de Ética Xabier Etxeberria.
En “Sobre las víctimas del terrorismo”, Etxeberria afirmó con rotundidad que el terrorismo de Estado «tiene en la tortura su expresión máxima». La máxima.

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