Cuando la colonización se disfraza de promesa divina
Lo que ocurre hoy en Gaza no es un «conflicto»: es un genocidio. El pueblo palestino está siendo arrasado a sangre y fuego: bombardeos indiscriminados, hambre planificada, hospitales reducidos a escombros, familias enteras enterradas bajo los cascotes, una infancia traumatizada sin futuro, mutilada, aplastada. Y todo bajo la coartada de la «seguridad» de Israel. Pero esta violencia no nace de la nada. Tiene raíces profundas, que conviene recordar para entender cómo se construye el actual proyecto de colonización.
Jericó está en el mito fundacional de la conquista. La Biblia narra que, tras la muerte de Moisés, Josué condujo a los israelitas hacia Canaán, la «tierra prometida». Jericó, ciudad cananea del Cuerno Fértil y habitada desde el VIII milenio, fue rodeada por los recién llegados, emigrantes de Egipto. El relato bíblico asegura que, tras siete días de asedio, las murallas cayeron milagrosamente al son de trompetas y gritos. Los israelitas entraron entonces en la ciudad y exterminaron sin piedad a hombres, mujeres y niños, «en nombre de Yahvé».
Los arqueólogos modernos desmontan la versión milagrosa. La caída de Jericó no necesitó intervención divina: bastaron el asedio prolongado, el fuego bajo las murallas y la táctica militar de los invasores. Excavaciones realizadas desde principios del siglo XX muestran que la ciudad sufrió una destrucción violenta y repentina. Según estudios como los de Werner Keller, los israelitas habrían socavado los cimientos de las murallas con troncos y fuego, provocando su derrumbe. La población quedó indefensa y fue masacrada.
Lo importante no es el detalle militar, sino la lógica del relato: un pueblo que se proclama «elegido» justifica la ocupación de tierras ajenas y el exterminio de sus habitantes bajo la coartada de un mandato divino. Ese es el germen del colonialismo religioso-político que hoy reaparece en el proyecto del llamado Gran Israel.
El patrón que se repite: la colonización sagrada del «pueblo elegido». El asalto a Jericó marca un precedente. La colonización se presenta como un mandato sagrado, ahora bendecido por los poderosos armamentos del presente; los habitantes originarios son invisibilizados o declarados indignos de derechos, son el enemigo; la violencia se justifica como obediencia a la promesa divina. La Biblia, en su lectura política, convierte la conquista en epopeya heroica y en piedra angular de una identidad nacional. Pero lo que allí se esconde es el despojo de otro pueblo.
Esa misma lógica atraviesa la historia hasta hoy. El sionismo político del siglo XX, en alianza con potencias coloniales, se apropia del mito para legitimar un Estado que se expande sin reconocer al otro. En nombre de la «tierra prometida», se arrasa Palestina. En nombre de la «seguridad», se construyen muros, colonias y bloqueos. En nombre de un supuesto derecho divino, se comete un crimen de lesa humanidad.
Gaza es la Jericó milenaria en el siglo XXI. La Franja de Gaza es hoy la Jericó contemporánea. Una ciudad sitiada, cercada por muros y por mar, convertida en campo de concentración a cielo abierto. Israel, con el apoyo de las grandes potencias, aplica la misma lógica: el enemigo debe ser borrado. No importa que sean civiles, niños, mujeres embarazadas, ancianos. La destrucción de hospitales, el hambre planificada y los cortes de agua son armas tan eficaces como las trompetas de Josué.
El actual gobierno de Netanyahu, señalado como criminal de guerra por la Corte Penal Internacional, lleva hasta el extremo esa lógica de exterminio. El proyecto del «Gran Israel» no reconoce fronteras ni derechos para los palestinos. La estrategia es clara: apropiarse del máximo territorio posible y reducir a la nada a quienes lo habitan. Gaza es el laboratorio de esa barbarie.
Lo más trágico es que israelíes y palestinos son pueblos hermanos. Ambos comparten raíz semítica, lengua ancestral −el arameo− y una historia entrelazada. Son, en cierto modo, primos. Pero en lugar de reconocerse como tales, una ideología supremacista insiste en la lógica del «pueblo elegido» contra el pueblo sobrante. El resultado es la barbarie: pueblos enteros reducidos a cenizas, generaciones condenadas al exilio o a la muerte.
Recordar Jericó no es arqueología: es comprender cómo se legitima la colonización desde sus orígenes. Y al hacerlo, se desmonta el relato que hoy pretende justificar la ocupación y el genocidio.
La lección pendiente es de humanidad. La historia muestra que ningún pueblo puede construirse sobre la aniquilación de su vecino, y menos aún de su primo. El futuro de la región no puede pasar por la conquista ni por la eliminación del otro. Solo la convivencia, el reconocimiento mutuo y la igualdad de derechos pueden abrir un horizonte de paz.
Hoy Gaza nos recuerda que callar ante el genocidio equivale a ser cómplice. Y que detrás de cada bomba, cada niño muerto y cada casa destruida, resuena todavía el eco de las trompetas de Jericó: un eco que debemos silenciar de una vez por todas para que la historia deje de repetirse como tragedia infinita.

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