El cubano Jorge Luis Prats comenzó a ser conocido internacionalmente en 2008 tras su debut en el ciclo de piano del Concertgebouw de Amsterdam. Tenía ya 51 años y uno se pregunta cómo se las arregló para ocultarse del mundo hasta entonces. La verdad es que Prats no es solo un buen pianista, es un músico excepcional con una técnica a la altura de la de Sokolov o Volodos y una personalidad que recuerda a la de los grandes pianistas del pasado. Es importante incidir en esto para entender correctamente su recital en la Quincena, extraordinario pero al mismo tiempo muy discutible. Las dos piezas de Schumann que coparon la primera parte, por ejemplo, estaban muy lejos de seguir los modelos impuestos por la tradición schumanniana. El de Prats fue un Schumann hiperromántico, tormentoso, quizá hasta demasiado sinfónico en los «Estudios sinfónicos», aunque suene a contradicción. Abordó a una velocidad endiablada los pasajes que para otros pianistas son casi imposibles y se dejó muchos detalles en el camino. Pero la lógica discursiva de su Schumann fue implacable: hacía tiempo que no escuchaba a alguien expresar con tanta convicción una música tan compleja. Con la segunda parte nos adentramos ya en la especialidad de la casa, esos Granados y Albéniz que ha defendido por medio mundo y que están a la altura, a su manera, de los de Alicia de Larrocha o Esteban Sánchez. Prats terminó regalando cuatro bises y se despidió de Donostia con toda la sala puesta en pie.