Ampliar la querella e imputar al ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, debería ser una consecuencia lógica de la acusación del juez contra el jefe de la Guardia Civil de Melilla por su responsabilidad en las «devoluciones en caliente». Especialmente, tras comprobar que el Gobierno español suscribe, una por una, las rocambolescas explicaciones del instituto armado acerca de dónde comienza la frontera. Afirmar, como argumentan tanto el mando como el Ejecutivo, que el Estado comienza en la espalda de los guardias civiles, es despreciar el sentido común y utilizar los malabarismos con el lenguaje para disfrazar una criminal política de Estado.

La valla de Melilla es un agujero negro donde, al contrario de lo que ocurre con los inmigrantes, es bienvenida toda inhumanidad y cualquier acto despreciable disfruta de acomodo. Tan repulsiva es esta primera línea de la «Europa fortaleza» que tengo muy claro que, en algún momento, nuestros futuros analizarán la repugnante separación con el mismo horror con el que hoy observamos la quema de brujas. No se trata de figuras retóricas sino de un ambiente degradado e infame que convierte a las víctimas en «asaltantes», a crueles centinelas en «defensores del orden», a los ojos vigilantes como las ONG en pérfidos interesados y a las fronteras en volubles líneas que modificarse para no cumplir con la normativa que el propio Estado ha desarrollado.

Desconozco qué recorrido tendrá el procedimiento judicial y hasta dónde llegará el magistrado, que todavía tiene pendientes las palizas recibidas por los inmigrantes y las denuncias sobre muertes a ambos lados de la verja. Sentar en el banquillo a sus responsables es, sin duda, un alivio. Sin embargo, la valla es solo uno de los puntos más crueles de un injusto sistema que empieza en el empobrecido origen. Por desgracia, Europa ha decidido blindarse cínicamente y presentar las migraciones como un problema de orden público cuando la solución es política.