Con este su debut en el largometraje, el ucraniano Myroslav Slaboshpytskiy arrasó en la pasada edición de Cannes dentro de la Semana de la Crítica donde se alzó con tres premios, incluido el de mejor película. Visionada esta contundente ópera prima, no resulta difícil justificar el merecimiento de estos galardones, ya que este joven autor ha apostado por el riesgo en todo momento a la hora de rodar con la mayor crudeza posible el particular paseo por el infierno que protagoniza un joven dentro de un centro especializado para sordomudos en el que impera la ley de un grupo organizado que ha impuesto su jerarquía sobre el resto de internos, lo que les permite dirigir a su antojo una red de prostitución, trata de blancas, robos y todo tipo de trapicheos. Literalmente, sobran las palabras en este implacable filme en el que el silencio se ve constantemente roto por el sonido seco de los golpes y el eco de las puertas que se cierran y tratan de ocultar el horror.

La ausencia de palabra se compensa sobradamente con el gesto perfectamente calibrado que utilizan los protagonistas para comunicarse entre sí, un grupo de actores no profesionales y sordomudos que han sabido plasmar a la perfección la violencia de un relato amoral, duro y sin concesiones filmado a través de un encadenado de planos secuencia muy bien elaborados por un Slaboshpytskiy que, en esta su carta de presentación, ha dado sobradas muestras de una gran pericia técnica.