Sus creadores lo califican como «un filme escénico», ya que en muchas partes de la narración se utilizan recursos visuales, fotografías y paisajes que se proyectan en la pantalla de fondo y se incardinan perfectamente con lo que sucede en vivo y en directo, ese deambular de una mujer que parece estar en un estado de desatención absoluta con las circunstancias vitales pero que se ajusta perfectamente a los rituales físicos que ayudan a describirnos esa soledad, esa angustia que se congela en una secuencia en blanco y negro, en un silencio o que se sustancia de manera líquida en un gesto, un discurso, un texto que nos habla de lo intangible, de lo insoportable, de lo irremediable como si ya hubiera sucedido el acto definitivo.

Nihilista, secuencial, reticente puesta en escena que se funde y solidifica no solamente en la presencia de la actriz, Arrate Etxeberria, que ofrece su cuerpo como campo de batalla metafísico y ordenación espacial reincidente de una obsesión, sino también por las elipsis narrativas, por los fundidos a música que van alimentando un nuevo territorio de experimentación emocional y de relato escénico que huye de la obviedad aunque recurra a un realismo que se pierde en un escepticismo fundamental. Bella propuesta, rotunda en muchos de sus elementos, con un tratamiento formal que provoca inquietudes, que se va construyendo ante nuestros ojos descubriendo una pulsión de vida, una poética de destrucción pasiva, un amor finalista que eleva su intención escénica cuando la palabra sobresale entre los demás signos.

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