Jon Odriozola
Kazetaria
JO PUNTUA

Don Carnal (val)

Viendo en día navideño en la tele «Los diez mandamientos», cuya persistencia retiniana se me quedó de impúber y hoy veo cool y kitsch, la zarza parlante, el Mar Rojo abriéndose para dejar paso al pueblo elegido de Cecil B. de Mille y cerrándose para tragar a los impíos paganos egipcios, me quedé con la secuencia protagonizada por el pueblo hebreo adorando al becerro de oro aburrido de esperar a Moisés entretenido en ver cómo Yahvé esculpía en roca los Ten Commandments. Hoy acaba el carnaval, pero creí ver en esa escena el puritito carnaval socolor de sacrílego: la segunda vida del pueblo basada en el principio de la risa y el desbarranque o el mundo al revés. La risa rabelesiana que, en «Pantagruel», le hace decir a Epistemón, cuando éste vuelve de los infiernos, que «los diablos son buena gente».

El carnaval es la expresión más completa de la cultura cómica popular, al decir de Mijaíl Bajtin. Una kermesse degradada, pues el rasgo sobresaliente del realismo grotesco es la degradación: la transferencia al plano material y corporal de lo elevado, espiritual, ideal y abstracto. Una parodia y fiesta subversiva y antihipócrita de la jerarquía celebrada en la plaza pública, como las murgas gaditanas. Una suerte de isocefalia o igualación de clases. Y no el «sambódromo» carioca de Río, esa «ópera-carnaval» para turistas.

Una fiesta que el pueblo se daba a sí mismo, tolerada por la Iglesia que veía en ella una válvula de escape popular y acabaron por, perdonen la licencia, «resetearlo», que eso fue el carnaval veneciano, un espectáculo estético donde, bajo las máscaras y disfraces, es el propio poder quien se solaza, y no ya el pueblo quien se burla de él y lo escarnece dejando intangibles las estructuras del mismo. El modelo veneciano se impone y la fiesta-rebelión se eclipsa. La intervención eclesiástico-estatal domestica el carnaval convirtiéndolo, cuando no prohibiéndolo, en un atractivo espectáculo, ya lo dijimos, para turistas.

Y es que, acabáramos, el carnaval es para participar en él. Como la carnavalesca barriga de Sancho Panza, ahíto tragaldabas sin egoísmo y feliz de ver a sus conmilitones como un Falstaff shakesperiano en un txoko vasco o un ventorro segoviano.

Escribo estas líneas desde un frenopático donde el sistema nos ha recluido a los locos disidentes. Nos dejaron salir a la plaza y a la danza donde reinamos, efímeramente. Menos mal que nos queda Gran Hermano.