Pocos pensaban allá por 1999-2000 que el «gris» espía del KGB que estuvo destinado en Dresde (Alemania) entre 1985 y 1990 y que se recicló en los noventa como asesor de relaciones exteriores del entonces alcalde neoliberal de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, iba a jurar hoy el cargo tras 18 años en el poder.
Menos aún eran los que pensaban que Vladimir Putin iba a lograr en marzo de este año más de un 76% de los votos en las presidenciales, un resultado tan incontestable que, como poco, minimiza las acusaciones, seguro que ciertas, de irregularidades, tanto en campaña electoral (control de los medios, veto a candidaturas indeseables...) como en la misma jornada electoral (flete de autobuses para el voto de funcionarios y empleados, dobles sufragios...). Muchos rusos lo pensaban y lo siguen haciendo con su voto, desfallecidos y hastiados por el desastre de la era Yeltsin tras la disolución de la URSS y ansiosos por que alguien les inoculara orgullo patrio (contra los chechenos, ante Occidente, en Crimea, en Siria...).
Pocos piensan ahora que Putin vaya a tener problemas en los próximos seis años para conjugar las dos almas que alimentan su entorno en el Kremlin: la de los silovici (FSB) y la de los liberales, y, por tanto, para nombrar sucesor en 2024. Pero acaso se equivocan otra vez. Lo que ayudaría a entender que, a día de hoy, Putin no haya dsescartado tajantemente seguir más allá de 2024, cuando estará a punto de cumplir 72 años. ¿Nuevo zar o rehén del poder?

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