Víctor Esquirol

La familia, ese remake

[Crítica: ‘Blackbird’]

Victor Esquirol
Victor Esquirol

La nueva película de Roger Michell tiene poco (o nada) de nuevo. Es un remake, al fin y al cabo, de ‘Corazón silencioso’, film danés dirigido por Bille August, y con el que Paprika Steen conquistó, aquí mismo, en Zinemaldia, el Premio a la Mejor Actriz. Aquello sucedió en 2014, hará ya cinco años, pero es que antes de esto, ya veníamos de ‘Los amigos de Peter’, de Kenneth Branagh, o de ‘Celebración’, de Thomas Vinterberg, o para no irnos tan lejos, de ‘Tres días con la familia’, de Mar Coll.

Las reuniones entre seres queridos (ya sean, padres, hijos, abuelos, sobrinos o simplemente conocidos de toda la vida) son prácticamente un género cinematográfico en sí, y como tal, se plasman en la gran pantalla a través de una serie de mecanismos que, inevitablemente, se repiten. O sea, que no importa demasiado la época, la nación o la clase social en la que nos movamos. La película que ha servido como apertura oficial de la 67ª edición de Zinemaldia ha dado buena fe de este fenómeno, el cual, visto con un mínimo de sangre fría, tiene todo el sentido del mundo.

Y ya que estamos, aplaudo el que la etiqueta de remake no haya sido un repelente para el comité de selección de películas, y mucho menos para su posterior inclusión en la primera línea del festival. Celebro que el equipo programador se haya dejado llevar por la tentación irresistible de un reparto estelar (es difícil, lo entiendo, rechazar un cartel encabezado por Susan Sarandon, Sam Neill, Kate Winslet, Rainn Wilson y Mia Wasikowska), y haya sabido ver su capacidad innata para labrarse simpatías y cosechar pasiones entre el gran público.

 



Dentro del mundo festivalero, a esto se le podría llamar oficio de apertura. Tampoco hay que pedir más. Menos aún cuando, retomando la línea temática del principio, está claro que, nos guste o no, nos repetimos. Dicho de otra manera, la institución (mental) de la familia es una anomalía tan extendida, que se ha convertido en un combustible universal de alegrías y amarguras. O si se prefiere, no es que a la industria cinematográfica global esté inmersa en una alarmante crisis de ideas (bueno...) sino que nosotros mismos, imperfectos seres humanos, nos empeñamos en reproducir los aciertos y errores de otros tiempos y otros sitios.

Lo diré así de claro: seguramente mi familia sea el remake de otra familia noruega, y esta, segurísimo que fue el refrito de una familia argentina. Y así... Total, que el cuento de nunca acabar empieza esta vez con Sam Neill emergiendo de una casa que en realidad es un palacio. Todo lo que rodea al hombre delata lujo, buen gusto y, sobre todo, exquisita apreciación de los más dulces sabores de la vida. Lo que pasa, y ahí está el combustible de esta historia, es que su mirada perdida y sus gestos corporales erráticos sugieren justo lo contrario: el fin.

A todo esto, en el gran dormitorio del piso de arriba, encontramos a Susan Sarandon aferrándose al vacío; agonizando en un lecho que, efectivamente, huele a muerte. El título ‘Blackbird’ se ha traducido libremente al castellano como ‘La decisión’, no en honor al infame paso en falso de Antoine Griezmann (perdón), sino en referencia al que seguramente será el último acto de dignidad (o de egoísmo, a saber) tomado por una persona que sabe que se encuentra en la fase más crítica (y terminal, por supuesto) de todas: los instantes antes de que su cuerpo se convierta en una prisión. Lo que decía: la antesala de la muerte.

Así pues, podría parecer que la principal materia a debate será la eutanasia pero, a efectos prácticos, esta se comportará más como un pretexto, o mejor dicho, como catalizador para que vayan aflorando esos temas y figuras que hermanan, nunca mejor dicho, a prácticamente todas las familias del globo terráqueo. Ahí está la oveja negra en forma de hermana menor, y ahí está la que llegó justo antes que ella, siempre pasada de frenada a la hora de reivindicarse como la sucesora en el cargo de cabeza familia. La dirección de Roger Michell, muy poco vistosa, por lo menos sabe dar libertad a los intérpretes (activos más potentes del conjunto, sin duda) para que sean ellos los que obren el milagro de convertir la depresión generalizada en calidez reconfortante. Con esto ya basta.

Los personajes y las interacciones que les unen (incluso las que pueden llegarles a dividir) van desfilando por la pantalla con acorde al programa marcado no solo por la película originaria de Bille August, sino por esa especie de género fílmico al que me refería al principio. Puro oficio de apertura: todo transcurre acorde a un plan que parece haber sido previamente pactado con la audiencia. En el patio de butacas se oyen risas y, sobre todo, en el acto final, un ruido ambiente de sollozos que, en ocasiones, parece que se deba exclusivamente a la banda sonora. El auténtico director (emocional) es ese artificio cinematográfico tan insincero en espíritu como efectivo en las formas. Reaccionamos igual que con ‘Corazón silencioso’ porque a lo mejor nosotros también seamos una especie de remake del público de toda la vida. Y así seguimos.