Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

La larga sombra del coronel

Cumplidos diez años desde el linchamiento del coronel Muamar Gadafi, la explosiva situación política y la crisis económica que asolan Libia alimentan discursos regresivos y nostálgicos. Incluido su hijo Saif al-Islam que, aseguran, querría presentarse a las elecciones.

10 años del linchamiento de Gadafi.
10 años del linchamiento de Gadafi.

El 20 de octubre de 2011, el «guía» de Libia, Muamar Gadafi, era literalmente «cazado» cuando se ocultaba en una tubería a las afueras de Sirte. Descubierto por la aviación militar francesa cuando huía en un convoy de la ciudad que le vio nacer y que fue toda una metáfora de su megalomanía, el coronel Gadafi era apresado por milicianos rebeldes de Misrata. Vejado, empalado y linchado públicamente… fue, finalmente, ejecutado.

Ensangrentado, con el torso desnudo y las heridas visibles de las torturas infligidas por su captores, el cuerpo sin vida de uno de los autócratas más estrafalarios del mundo se exhibió durante los cuatro días siguientes en una nevera industrial del mercado de la ciudad costera y antiguo puerto otomano, base de las milicias que estuvieron en primera línea de la revuelta iniciada en febrero de 2011 al calor de la Primavera Árabe.

Sorprendidas al inicio por las protestas, las fuerzas leales a Gadafi habían logrado recuperar el territorio perdido en el centro-este del país y bombardear Misrata, pero la acción determinante de la OTAN frenó el avance y permitió acorralar al régimen, que se desmoronó a finales de agosto, con toda la familia Gadafi muerta o huida.

Enterrados en lugar secreto. Junto al coronel se expuso el cadáver de su hijo Mutassim, detenido y ejecutado el mismo día, y se anunció la muerte de varios de sus colaboradores más cercanos, entre ellos el que fuera ministro de Defensa, Abu Bakr Yunis al-Jabr.

Los tres serían enterrados en un lugar secreto. Los rumores apuntan a un túmulo en mitad del desierto, después de que un edicto religioso islámico decretara que no tenían derecho a la «tierra sagrada».

Los rebeldes libios y los aliados de la OTAN –sobre todo la Francia de Nicolas Sarkozy, procesado por recibir dinero de su amigo y mecenas Gadafi– enterraban 41 años de régimen gadafista. O eso creían.

El «hermano líder» y «guía de la revolución» encabezó en 1969 un golpe de Estado contra la monarquía de Idris I e impuso un sistema –la Yamahiriya, o Estado de las masas– fundamentado en su poder omnímodo, la represión de la oposición y la práctica inexistencia de organismos estatales, sustituidos por redes de lealtades tribales cooptadas gracias a sus enormes recursos petroleros.

En materia internacional, Gadafi abanderó causas como la palestina, impulsó la creación de la Unión Africana y ayudó a luchas de liberación nacional en diversas partes del mundo y Europa, lo que le convirtió en enemigo público número uno de EEUU, que bombardeó en 1986 una de las casas del coronel y otros objetivos militares en represalia por un atentado que costó la vida a dos marines en una discoteca de Berlín.

El largo reinado de Gadafi estuvo marcado inicialmente por innegables avances sociales y económicos (el país, poco poblado, nada en petróleo de altísima calidad), conjugados por una implacable represión de toda disidencia, que cambiaba, además, según el «guía» iba complementando y modificando su visión cosmogónica, desde el nasserismo socialista y panárabe hasta el islamismo (implantó la sharia), pasando por el prosovietismo y la represión de los comunistas y marxistas locales.

Entrados en el nuevo milenio, tras la convulsión del 11S, Gadafi trató de congratularse con Occidente e inició un proceso de privatización parcial de la economía. Aceptó la responsabilidad y las indemnizaciones por la explosión del avión del vuelo 103 de Pan Am en Lockerbie en 1988. El acercamiento dio sus frutos – fueron famosos sus viajes con la inmensa jaima a cuestas a las capitales europeas–, pero a la postre no le salvó.

Tras amenazar públicamente con que los rebeldes libios serían «perseguidos calle por calle, casa por casa y armario por armario», y lanzar un ataque contra Bengasi, capital de la oriental Cirenaica, su suerte estaba echada. Sus aliados de última hora, Sarkozy incluido, sacaron cuentas y salió cruz. De paso, se deshacían de un molesto testigo que ya había amenazado con hablar más de la cuenta.

Caos total. El traumático desenlace de la revuelta, liderada finalmente por milicias armadas ayudadas por potencias extranjeras, y la falta de estructuras políticas organizadas tras decenios de imperio de un régimen que cimentó su poder laminando toda oposición y enfrentando a unas tribus con otras, generó un vacío total, con el caótico reinado de las aludidas milicias, con la partición del país y con un desplome económico y social sin precedentes.

Libia ha sufrido en estos diez años una guerra contra el Estado Islámico (ISIS) que, aprovechando el caos y el ansia de revancha de los sectores gadafistas, instauró una provincia del califato en Sirte.

Y ha vivido una ofensiva del este (Cirenaica) contra el oeste (Tripolitania) que el mariscal Jalifa Haftar vio truncada cuando Turquía rompió el sitio militar que mantenía sobre Trípoli con la ayuda militar de Rusia, Emiratos Árabes y Francia. Ambos bandos firmaron un alto el fuego en octubre de 2020 y levantaron sus respectivas trincheras y muros, dónde y en Sirte.

Así las cosas, no es extraño que haya quien eche de menos a Gadafi, bajo cuyo férreo mandato los libios conocieron cierta prosperidad económica.

Y es que, solo por los ingresos petroleros, cada padre de familia recibía un «sueldo» mensual de cientos de dólares. En los años 2000, el PIB por habitante era el más elevado del continente africano. Eso les permitió vivir en un Estado rentista, en el que a falta de infraestructuras sociales básicas, viajaban a los países vecinos, sobre todo a Túnez, para cuestiones de salud.

Hoy todo son cortes eléctricos, infraestructuras destrozadas y abandonadas, inflación galopante. Y una clase política incapaz de llegar a acuerdos.

Tras años con dos Gobiernos y dos Parlamentos, el de Trípoli –comandado por las milicias islamistas de Misrata– y el de Tobruk –liderado por el militar exgadafista Haftar–, consensuaron a principios de año un Ejecutivo de «unidad», liderado por el tecnócrata Abdul Hamid al-Dbeibe, un multimillonario originario de Misrata que hizo fortuna con la construcción durante el régimen gadafista.

En 2007, y en pleno proceso de reconciliación con Occidente, Gadafi le nombró presidente de la Compañía Estatal de Desarrollo e Inversiones (LIDCO), responsable de grandes proyectos nacionales como la construcción de un millar de viviendas públicas en ¡Sirte!

Al-Dbeibe tuvo vínculos con el hijo futbolista de Gadafi, Al-Saad, capitán de la selección, presidente del Ittihad, segundo equipo de la capital y presidente de la federación con buenas conexiones con Italia, donde llegó a jugar en la Serie A.

El mariscal Haftar, excoronel gadafista caído en desgracia en la campaña militar en Chad –Gadafi no dudó a pesar de, o por, su panafricanismo en intervenir militarmente en Chad y Uganda– aspira a presentarse en las elecciones presidenciales del 24 de diciembre, lo que ha generado un cisma entre Tobruk y Trípoli que amenaza hacer saltar por los aires todos los acuerdos.

El hijo pródigo. No es el único: Saif al-Islam, uno de los hijos de Gadafi que tras la revuelta cayó herido en manos de la milicia de Zintan –y al que durante años se dio por muerto– reapareció sorprendentemente hace meses y sus portavoces han asegurado que quiere presentarse a los comicios reivindicando que era el delfín designado por su padre –y educado en las más selectas universidades británicas– para sucederle.

En Bani Walid, feudo de la tribu de los Warfala, a la que pertenecía y que primó Gadafi, la gente no tiene dudas de que, si pudiera, votaría a su hijo.

En la ciudad-oasis de 100.000 habitantes a las puertas del desierto y a 170 km al sureste de Trípoli lo tienen claro. La muerte de su líder no ha traído sino inseguridad, crisis económica, guerras y la pérdida de soberanía de Libia.

Bani Walid, como Sirte, resume el drama libio. Ambas eran la cara del experimento gadafista y echan de menos a su líder.

La cruz, el resto. Se pelean y matan entre ellos. Nadie les enseñó –y ellos no supieron– qué hacer el día después con su reivindicada «libertad».

Diez años después, la sombra del coronel es alargada.