Iker Casanova
Militante de Sortu
GAURKOA

Punto de inflexión

Tras el cambio estratégico culminado por la izquierda abertzale en 2011 se abrió un periodo inicial de rápidos cambios. La constitución de Bildu y sus inmediatos éxitos electorales así como la movilización social en torno a temas como los presos o el derecho a decidir marcaron los ilusionantes comienzos de este nuevo ciclo. No obstante, la actitud del Gobierno central, opuesta a cualquier proceso de diálogo que acelerara el final del ciclo de confrontación armada y pusiera las bases de una paz sólida e incluyente, ha ido generando una sensación de bloqueo y de exasperante lentitud a la hora de avanzar hacia ese escenario. Se ha hecho evidente que el Estado trata de perpetuar la confrontación para centrar la atención en aspectos en los que se considera más fuerte y cerrar la posibilidad de avanzar hacia el cambio del marco jurídico-político.

Esta capacidad de bloqueo del Estado, de enrocarse en la fuerza bruta y el inmovilismo, paraliza los movimientos a corto plazo, pero genera importes efectos políticos a medio y largo plazo. La sociedad vasca percibe las posiciones de cada actor político y actúa en consecuencia. La posición del Estado, firme en Madrid, se resquebraja en Euskal Herria. La debacle del PSN, que ha posibilitado el gobierno del cambio en Nafarroa, y la crisis estructural en la que se halla inmerso el PP vascongado son reflejos del coste de ese inmovilismo. El Estado trata de bloquear el avance del nuevo tiempo pero paradójicamente esa actitud debilita mucho su posición de cara a ese escenario que, por otro lado, es inevitable.

El inicio del curso daba pie a pensar que la política vasca seguía marcada por un tempo bastante lento, pero en las últimas semanas se han empezado a acumular elementos que perfilan un giro y resitúan el debate en términos favorables al cambio. Las elecciones catalanas, el estallido de la crisis del PP, el más que evidente agotamiento del Estatuto, el final del plazo prometido por el PNV para ofrecer su propuesta de nuevo estatus o las cuestiones relacionadas con las próximas elecciones generales vuelven a dar centralidad a la necesidad de un nuevo marco para Euskal Herria. Esta conjunción de acontecimientos ha llevado la situación política a un punto de inflexión que augura una aceleración de los procesos políticos, sin que la cerrazón del Estado en el carril de la resolución del conflicto armado se convierta ya en tapón para la articulación del debate soberanista.

Los ecos de las elecciones en Cataluña y el escenario político que han abierto son absolutamente insoslayables. Estamos a las puertas de que el Parlamento catalán formalice el inicio del proceso hacia la independencia. Es cada vez más difícil no sentirse interpelado y mirar hacia otro lado, eludiendo la imprescindible solidaridad, cuyo máximo exponente, y el más práctico, sería abrir un segundo frente al Estado en Euskal Herria. El abierto proceso de recentralización que está desmantelando el Estatuto es innegable y cada día más hiriente hasta para los propios autonomistas. Competencias cuya transferencia es una obligación legal, como la seguridad social, se niegan de forma abierta y otras vitales, como la gestión de las infraestructuras estratégicas, ni se mencionan. Incluso el corazón del modelo autonómico, el Concierto económico, empieza a ponerse en tela de juicio desde Madrid.

No hace falta ser independentista para comprobar que el Estatuto es una vía muerta. Y como decíamos anteriormente, la crisis del PP ha evidenciado que aunque el inmovilismo del Estado sea frustrante para muchos, al final a quien está dejando desacreditado y fuera de juego ante la sociedad vasca es a quien lo practica.

La multicrisis en la que lleva sumido el Estado desde hace años había abierto unas inusitadas expectativas sobre las próximas elecciones generales. El fracaso del modelo territorial y social abría la expectativa de que la próxima legislatura podía alumbrar un proceso de reajuste profundo en el Estado de mano de nuevas mayorías más sensibles a esas cuestiones. Algunos entendían que en esa percha se debían colgar las demandas vascas de un nuevo estatus político, convencidos de la profundidad del cambio inminente en el Estado. A menos de 60 días de las elecciones, y salvo espectacular e improbable vuelco, estas expectativas se han venido abajo por completo.

A tenor de las muchas encuestas publicadas es prácticamente imposible que Podemos gane las elecciones. Y es completamente imposible que exista una mayoría suficiente para activar un proceso constituyente democratizador a nivel del Estado. Es incluso altamente improbable que Podemos y PSOE puedan conformar Gobierno, no ya por cuestiones políticas sino numéricas. El PP se perfila como fuerza más votada y la llave de la gobernabilidad parece tenerla Ciudadanos, un partido en cuyo ADN el centralismo recalcitrante ocupa un lugar nuclear. Cualquier hipotética reforma constitucional pasaría por el filtro de la amplísima mayoría pro-sistémica que van a conformar PP, PSOE y Ciudadanos, por lo que su orientación sería la de consolidar el Régimen mediante su actualización cosmética. Algo parecido al lifting que le han hecho a la monarquía.

Eso en el mejor de los casos, ya que no es descartable un programa abiertamente recentralizador. Y olvidémonos también de lo social. Este el panorama. El bipartidismo ha muerto, llega el tripartidismo. Tres fuerzas de carácter liberal y centralista dominarán en el Estado español. Tres, y no sólo uno, partidos del IBEX-35. Tres partidos ferozmente enemigos del derecho a decidir.

La hora del debate sobre el nuevo estatus ha llegado y este pueblo no puede aceptar más retrasos ni excusas. De la misma manera que la cerrazón del Estado no impidió que mediante el cierre unilateral del ciclo de confrontación armada se abriera un nuevo escenario, la negativa de Madrid a abordar el debate sobre el nuevo marco político de Euskal Herria no puede suponer un freno insalvable para el desarrollo del mismo. Y cuando hablamos de debate no nos referimos a un mero acontecimiento dialéctico sino a un proceso de discusión, decisión, acción y confrontación política. La más que previsible posición centralista del futuro Gobierno nos invita, nos obliga, a la acción unilateral. En ese contexto cobra vital importancia que el soberanismo de izquierdas obtenga un buen resultado electoral. En un año de la máxima intensidad política, en el que se abrirá de forma definitiva el debate sobre el nuevo estatus y que culminará en unas elecciones vascongadas que deberían dar una abrumadora mayoría parlamentaria a las fuerzas favorables al derecho a decidir, la posición de cada partido vendrá en buena medida determinada por la representatividad que la ciudadanía le otorgue el 20-D.

No se trata, como en 2011, de acumular fuerzas de cara a una negociación con el Estado, sino de situarnos en una dinámica de país autorreferencial, en la que es imprescindible demostrar la fortaleza de la izquierda soberanista. Más que de negociar con el nuevo gobierno deberemos preocuparnos de articular un acuerdo socio-político en Euskal Herria respaldado por una mayoría amplia y decidida, que sea capaz de hacer ver al Estado la ineludible necesidad de respetar la palabra de la sociedad vasca.

Estas elecciones han de servir como palanca para la acumulación de fuerzas política y social, para fortalecer el inevitable proceso de avance unilateral hacia la soberanía. Tienen que ser un paso más en el Euskal Bidea, el camino hacia la soberanía, el cambio social y el empoderamiento ciudadano. Un paso que se engarza con otros muchos, en muchos ámbitos, como los que ayer confluyeron en Bilbo para mostrar que la construcción de un nuevo modelo social tampoco puede esperar y que de hecho ya se está desarrollado a través de múltiples e ilusionantes dinámicas alternativas.