EDITORIALA
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El umbral del escándalo

Los conflictos políticos con una dimensión violenta alteran las lógicas humanas más básicas. Aquello que, con todos los matices, las personas consideran «bien» y «mal», lo que no serían capaces de defender si no se diese esa excepcionalidad. Esto provoca lo que entre nosotros durante mucho tiempo se ha denominado «mirar para otro lado», aunque en la mayoría de los casos negando responsabilidad alguna, ni por omisión. Es decir, no viendo en uno mismo la responsabilidad que tan evidente parece en el otro. Cuando en procesos de resolución se habla de reconciliación y normalización, además de lo más evidente –en general, no hacerse daño mutuamente y caminar hacia la libre existencia de las personas y comunidades en plenitud de derechos–, se habla de recomponer esas lógicas. No es fácil. Pero se puede hacer mejor o peor.

Uno de los indicadores sociales de esta situación es el umbral del escándalo. En Euskal Herria, el caso de Iñigo Cabacas muestra una versión pobre, triste y bastante cruel de lo que algunos consideran normalización. O, dicho de otro modo, de hasta qué punto algunas instituciones y personas supeditan sus posiciones éticas y políticas a su versión del relato general sobre el conflicto, a sus intereses particulares. Cuando el de Cabacas podría haber sido precisamente un caso emblemático, compartido y catalizador de un cambio profundo en las formas de hacer política, de proyectar el país a otro futuro.

La gestión del caso –utilizado primero por parte del PNV contra el Gobierno de Patxi López, pero abandonado una vez los jeltzales recuperaron el poder– se ha enmarañado en una suerte de «ley del silencio» propia de una ficción policiaca. En esa línea, la conmoción social del principio se ha ido empujando a la tesis del fatídico accidente, diluyendo todo tipo de responsabilidades. Ni quienes dispararon, ni quienes ordenaron disparar, ni quienes dieron una versión falsa, ni quienes tapan a todos ellos o incluso premian a sus implicados, parecen tener nada que ver con la muerte de Iñigo Cabacas. Y para limpiar esa conciencia –y sus rastros– no renuncian a nada, incluso a difamar a la familia de la víctima. Tienen medios a su disposición para ello.

Esto abre la puerta a episodios demenciales, como la demanda por parte de «Ugarteko» contra la defensa de la familia y contra GARA y NAIZ. Tanto si se trata de un intento para condicionar el derecho a la defensa o la libertad de expresión, como si responde al deseo de enriquecerse (pide 777.000 euros), la demanda no ha sido considerada llamativa o digna de posicionamiento público por parte de instituciones y medios.

La próxima vez que alguien acuse a un sector de la sociedad vasca de victimismo o de patrimonializar este caso, a la familia de dejarse enredar o cualquier otra impertinencia cruel, habrá que recordarles qué contaron y qué no de este caso, qué dijeron e hicieron ante estos hechos, también qué callaron con la pueril intención de hacer creer que, solo porque no lo contaron, no sucedió.

Escándalo, discreción y lógica política

Intentar controlar el nivel de escándalo para tapar las propias miserias puede tener un sentido. Es triste pero puede resultar comprensible, más en un ciclo de tremenda pobreza intelectual como el que vivimos. Pero llegados a ese punto, es importante no rebajar aún más el nivel cayendo en la mezquindad. Especialmente si luego no se sabe si se va a aguantar la mirada al otro. En política, como en el resto de ámbitos de la vida, la conjunción de prepotencia y cobardía es fatal.

La salida de la cárcel de Arnaldo Otegi este próximo martes ha despertado esa mala conciencia en algunos y la silente postura del lehendakari Urkullu ha sido adornada con una hiriente y calculada frivolidad por parte del presidente del EBB, Andoni Ortuzar. Tachar a Otegi de representante de la «política tradicional» cuando ha estado los últimos seis años y medio en prisión precisamente por provocar uno de los mayores cambio políticos que ha vivido Euskal Herria es de muy mal gusto. Distorsiona el auténtico escándalo que supone el encarcelamiento de los líderes de la izquierda abertzale –el martes, hay que recordarlo, Rafa Díez seguirá en la cárcel junto a casi cuatrocientos ciudadanos vascos más–. Y tapa otro escándalo: la apariencia de normalidad, la indiferencia con la que las instituciones gobernadas por el PNV y sus dirigentes han tratado el hecho de que sus adversarios políticos estén la cárcel, algo que altera en lo más profundo el equilibrio democrático de un país, que quiebra el fair-play democrático. Ni una visita, ni una campaña propia, ni apenas una referencia si no es a preguntas, una discreción estéril ¿y ahora esto? Serán nervios o será táctica, pero muestra que el umbral de la calidad humana de estos dirigentes es muy bajo y una lógica política que Otegi replica con solo sonreír.