Mati Iturralde eta Rakel Peña
Enbor Beretik iritzi taldea
GAURKOA

2009-2014: Cinco años de la Declaración de Altsasu

Pasados cinco años de la iniciativa conocida como «Declaración de Altsasu», las componentes de Enbor Beretik hacen un balance en negativo del devenir de los acontecimientos políticos en Euskal Herria. Esta declaración y el proceso abierto con la ponencia «Zutik Euskal Herria» llevaron a la izquierda abertzale a un periodo de bonanza electoral, pero se lamentan de que «nunca una mayoría institucional ha tenido tan poca incidencia social».

Hace unos días se han cumplido cinco años de la Declaración de Altsasu. La efemérides ha pasado sin pena ni gloria y, sin embargo, sin aquella iniciativa es muy posible que el devenir de los acontecimientos hubiese ido por otro lado. Efectivamente, si no nos molesta ejercitar la memoria, podemos recordar con nitidez las enormes dificultades para avanzar en el camino de la liberación nacional de nuestro país. Desde mediados de la década de los 90 el Estado tenía tomada la medida al conflicto y se había llegado a una situación de impasse imposible de superar desde las estrategias de entonces.

En aquel momento, el Gobierno de Aznar decidió pasar a la ofensiva iniciando la estrategia de la ilegalización -cuyo exponente más conocido son los macrosumarios que han llevado a la cárcel a cientos de militantes-, y dejando fuera de la ley a múltiples organizaciones políticas y sociales. Una parte de la izquierda abertzale era consciente de que tal movimiento, a corto y medio plazo, dificultaba extremadamente la labor política y la acumulación de fuerzas, por lo que frente al «todo es ETA» del Estado, la iniciativa solo podía pasar por más sociedad civil y más confrontación democrática.

Y así es como vieron la luz Lizarra-Garazi, primero, y luego Loiola. Aunque el éxito de esa línea fue innegable, la cuestión de fondo seguía sin dirimirse, pues la idea de la confrontación civil y democrática no se quiso contemplar con carácter estratégico, sino meramente táctico, es decir, ocasional balón de oxígeno para los momentos en que la iniciativa no podía desarrollarse por otras vías.

Así pues, la imposibilidad de separar fines y medios, y de dar a los segundos el carácter relativo que deben tener en una estrategia revolucionaria, cerró la posibilidad de la catarsis, se acallaron las voces transformadoras y se oficializó el cuento del rey desnudo. La deriva del independentismo era cada vez más notoria y, aunque había diversas formas de detenerla, solo una consiguió el objetivo deseado: la Declaración de Altsasu.

La Declaración de Altsasu fue un pronunciamiento a favor de un debate abierto y democrático para repensar la estrategia. Personas de diversos momentos, pero de una misma cultura política, unidas para dar instrumentos de debate a la base social de la izquierda independentista. En ella se pusieron las bases para continuar con la rebeldía, para otorgar el protagonismo de la liberación nacional y social a la sociedad vasca, a sus organizaciones civiles. Un llamamiento, también, para construir el futuro con el día a día, ladrillo a ladrillo con el compromiso y el trabajo de todas y todos.

Esta Declaración fue un primer enunciado genérico que luego tomó forma en la ponencia «Zutik Euskal Herria», donde había que desarrollar cuestiones clave de la nueva estrategia, tales como el carácter de la confrontación democrática con los estados, la desobediencia civil como instrumento para ello, el concepto de unilateralidad en el proceso social, la nueva política de alianzas sociales y políticas, o la socialización de los problemas heredados del conflicto armado (presos, víctimas, ruptura social...).

Sin embargo, y paradójicamente, el éxito de la idea está suponiendo su fracaso. Los buenos resultados electorales del nuevo ciclo iniciado en 2009, en lugar de servir como acicate para dar impulso y velocidad de crucero a la nueva estrategia, han servido para caer en la autocomplacencia y sumirnos en el ensimismamiento. Se ha sustituido la implicación personal por el delegacionismo, el compromiso por la profesionalidad, la ideología por la estética, la audacia por la precaución, la rebeldía por el convencionalismo... La desobediencia civil como instrumento colectivo duerme el sueño de los justos, mientras que la estrategia de confrontación democrática ha desaparecido de nuestro horizonte. A nivel personal militante, la desafección es el pan nuestro de cada día y nunca han sido tan pocas las personas implicadas física y/o emocionalmente en las organizaciones. Estos años, además, aparte de suponer pérdida de frescura y encanto, han sido erráticos en la búsqueda del camino: procesos virtuales, urgencias innecesarias, complejos timoratos alternados con episodios de arrogancia...Por eso, a día de hoy, poco queda de aquel manifiesto inicial de hace cinco años.

No se puede negar lo evidente, y es evidente que este país se encuentra inmerso en un período de bonanza electoral abertzale, aunque más sea por deméritos ajenos que por méritos propios. Sin embargo, nunca una mayoría institucional ha tenido tan poca incidencia social, nunca ha servido para tan poco como país.

El modelo de Estado, el sistema, se tambalea zarandeado por la crisis económica, la pérdida de papel internacional de España, la crisis del bipartidismo auspiciada por la corrupción endémica y las rencillas en los centros de poder económico y mediático. En esta situación de caos y falta de referentes, ha venido a tomar carta de naturaleza el fenómeno político de Podemos. Sin organización ni experiencia ni programas que lo avalen, la novedad es su principal virtud, aderezada con un discurso alejado de lo políticamente correcto. Aún es pronto para saber si la izquierda española está inmersa en la catarsis que necesita desde que, en la transición, se mimetizara con el sistema político que pretendía cambiar, pero parece claro que ha llegado para quedarse. También en Euskal Herria parece que va a conseguir buenos resultados y lo curioso -y preocupante- es que esté logrando llenar el espacio vacío de la ilusión en importantes sectores de la sociedad, en un momento en que el entusiasmo, la expectativa y las ganas de cambio deberían canalizarse, como históricamente ha sido, a través de la izquierda independentista.

En este contexto, el independentismo catalán ha sabido hacer su camino y plantar cara al Estado en el ámbito de la movilización social, en el institucional y en el comunicativo. Nadie pensaba, hace tan solo un par de años, que los catalanes iban a tomar la delantera e iban a llevar al Estado a las puertas del cambio constitucional. Quienes observamos desde fuera, solo podemos sentir sana envidia por ver lo que produce el trabajo bien hecho, el tesón en una línea, la convicción en las posibilidades de tu pueblo y la audacia política.

Porque ese es precisamente el camino que se tenía que haber recorrido en estos últimos cinco años en nuestro país: confianza y protagonismo de la sociedad, y poner todos los mecanismos para su activación. La estrategia de confrontación democrática y el instrumento de la desobediencia ante las imposiciones del Estado de las que hablábamos entonces son, como vemos en el caso catalán, realidades que, activadas con decisión, sirven para ilusionar, atraer, comprometer y avanzar.