Isidro Esnaola
Hipotecas subprime

2007, el preludio de la gran crisis

Hace diez años comenzaron los primeros síntomas de que la burbuja especulativa que había ido engordando desde el comienzo del milenio no daba para más. La ejecución de algunas hipotecas sobre viviendas en Estados Unidos no parecía un buen augurio para empezar el año; sin embargo, no sería hasta agosto cuando las cosas se torcieron realmente. El 1 de agosto de 2007 las bolsas cayeron un 2% en Europa. El día 6 se hicieron públicas las primeras quiebras de bancos y fondos dedicados a hipotecas. Ahí empezó la zozobra, pero no sería hasta el 15 de setiembre de 2008 –el día en el que el banco de inversiones Lehman Brothers quebró– cuando se desató el pánico.

Los acontecimientos posteriores son bastante conocidos y han sido profusamente analizados. Una mirada retrospectiva siempre termina preguntándose qué es lo que ocurrió para que todo saltara por los aires. En realidad, los periodos especulativos y las burbujas financieras siguen un patrón muy similar desde aquella primera documentada que ocurrió en el siglo XVII en los Países Bajos, la de los tulipanes.

El principio: una inusual subida de precios. Toda burbuja comienza por un incremento sostenido de los precios de algún bien, ya sea la tierra, bulbos de tulipanes, acciones o cualquier otra propiedad. El aumento de precio excede cualquier cambio habitual, tanto que atrae a nuevos compradores que, a su vez, empujan el precio al alza, lo que provoca ulteriores movimientos en la misma dirección.

El incremento del precio se convierte en la característica principal del bien en cuestión, hasta el punto de que el resto de sus propiedades dejan de tener importancia. Una vivienda, por ejemplo, se ve como una mera inversión financiera, con lo que el posible comprador pierde todo interés sobre su estado o sus posibles comodidades; la subida del precio esperado oculta todo lo demás.

Lo fundamental en todos los casos es que su precio aumente y se perciba que seguirá haciéndolo en el futuro. Cuando se asienta socialmente esa expectativa, además de comprar y vender los bienes ya existentes, se acomete la producción de nuevos bienes. En el caso de la vivienda se levantan nuevos edificios, la construcción adquiere nuevos bríos, tira de la producción y provoca un impulso a la economía en su conjunto.

En pleno auge especulativo la dimensión que puede alcanzar, por ejemplo, el volumen de viviendas en construcción suele superar cualquier cálculo racional, pero nadie se atreve a señalar que el rey está desnudo por miedo a quedar como el agorero que obstaculizó el crecimiento económico. Así, la expansión continúa hasta que se desata la catástrofe. En el Estado español, por ejemplo, durante los primeros años del milenio se construyeron más viviendas que en Alemania, Estado francés y Gran Bretaña juntos con una población sustancialmente menor. Un fabuloso negocio que presagiaba una gran catástrofe, pero salvo honrosas excepciones nadie se atrevió a cuestionar.

La financiación: ¡Más madera! Tanto comprar una propiedad como construirla supone un importante desembolso que requiere un gran ahorro previo. Para agilizar la compra y las inversiones se suelen desarrollar complejos sistemas que permiten comprar los bienes que son objeto de especulación sin tener que desembolsar todo el precio. Así aparecen un amplio abanico de opciones que van desde los contratos de compra aplazada hasta las hipotecas. La cuestión es permitir la adquisición con un pequeño desembolso y para ello cualquier medio es bueno. En este contexto tuvieron un gran auge las famosas hipotecas subprime en Estados Unidos que no eran más que un modo de permitir a familias con pocos recursos y menos solvencia que pudieran comprar una casa. De esta manera atraían a la rueda de la especulación inmobiliaria a personas que de otra forma nunca se hubieran planteado comprar una casa. En el Estado no se llamaron así, pero la mayor parte de las hipotecas se concedieron sin cumplir los requisitos mínimos que la prudencia aconseja.

El alto riesgo de las hipotecas subprime se acumula en unos pocos bancos e instituciones hipotecarias, que para seguir operando necesitaban diluir los riesgos. Para ello utilizan instrumentos financieros que les permiten comercializar esas hipotecas subprime. Uno de los que usaron fue el famoso CDO, que básicamente era un sistema para envolver en un mismo paquete activos financieros de diferente calidad que se vendían como inversiones de la máxima calidad. De esta forma, aquellos que habían dado hipotecas subprime sin medida se las quitaban de encima vendiéndolas y repartiendo los riesgos por todo el sistema financiero. Por eso, cuando se desató el pánico, todo el mundo estaba atrapado.

El descontrol institucional. El movimiento especulativo general, además de tirar de la producción, atrae ahorro, tanto interno como externo, deseoso de participar en la fiesta. Llegados a este punto, todas las normas se convierten en frenos que obstaculizan la «creatividad», detienen el emprendimiento, frenan el crecimiento y la creación de puestos de trabajo. Se provoca el contexto propicio para modificar leyes y eliminar controles. Hay quien ve en esta fiebre desreguladora la base de la burbuja; sin embargo, cuando se desata la euforia su influencia es limitada. La falta de controles simplemente acelera los movimientos especulativos asumiendo los participantes en la espiral cada vez más riesgos que solamente se ponen de manifiesto cuando la burbuja explota.

Entre los cambios que precedieron a la crisis de las hipotecas subprime quizás el más importante fue la derogación parcial de la ley Glass-Steagall, que fue aprobada en 1933 para regular la actividad de los bancos y hacer frente a las desastrosas consecuencias del crack del 29. Un Bill Clinton en horas bajas por su relación con la becaria Monica Lewinsky la firmó en julio de 1999, poco antes de abandonar la Casa Blanca. Como suele ocurrir con las cuestiones importantes, la ley se cambió cuando todo el mundo estaba entretenido pensando en quién sería el siguiente presidente. Se conoce como la Ley de Modernización de los Servicios Financieros e introdujo tres cambios muy importantes.

El primero es que permitía la fusión de bancos comerciales, instituciones financieras, las compañías de seguros y las empresas de valores. Hasta entonces, para evitar conflictos de intereses, no podían depender orgánicamente unas de otras. Anunciadora del cambio que traería la nueva ley fue la fusión del grupo bancario Citicorp con la compañía de seguros Travelers Group para crear Citigroup en 1998. Esta fusión violaba claramente la ley Glass-Steagall, por lo que la Reserva Federal se vio obligada a conceder una excepción temporal al grupo, que posteriormente no fue necesario renovar: la norma había cambiado.

La nueva ley no dio a la SEC (Comisión de Valores de Estados Unidos) ningún papel en la regulación y el control de estas macro compañías, que quedaron sin supervisión y con las manos libres para actuar según su conveniencia. Finalmente, los cambios legislativos terminaron con la incompatibilidad para simultanear cargos o empleos en bancos y firmas de valores. La anterior regulación pretendía evitar los conflictos de intereses y el estallido de la burbuja dejó patente la colisión: inversores y clientes eran manejados por la dirección de los bancos de inversión para colocar todo tipo de productos tóxicos mientras les hacían creer que eran inversiones de calidad.

En conjunto, estos cambios dieron un inmenso poder a determinados bancos, que pasaron a controlar elementos clave del sector financiero.

Los valores. Los periodos especulativos terminan abruptamente cuando por alguna razón –subida de los tipos de interés, parón en las ventas...– llega un momento en que la locura no puede continuar. Entonces las expectativas caen y con ellas desaparece el dinero y quedan las deudas que aplastan toda la actividad económica. Es el fin.

El auge no siempre está relacionado con las fases en las que los tipos de interés son bajos y el dinero barato, o la regulación laxa. La euforia financiera depende mucho más de las espectativas que se creen en un momento determinado, es decir, de la creencia en que los precios seguirán subiendo y que se podrá ganar dinero fácilmente. El ambiente social resulta clave para explicar las burbujas especulativas.

Por esa razón, en una carta enviada a la reina Isabel II por la Academia Británica, los académicos justificaban el fallo en la previsión de la crisis como «un fracaso de imaginación colectiva de muchas personas brillantes». Los redactores de la misiva apuntaron en la dirección correcta, aunque les faltó completar la explicación. Lo que enturbia la imaginación de las personas brillantes –y de todas las demás– suele ser, más que el dinero, el afán de hacerse ricos rápidamente y sin esfuerzo. En una sociedad que tiene el dinero entre sus más altos valores, los periodos especulativos se repetirán irremediablemente una y otra vez. Algunos especialistas consideran que la distancia entre una burbuja y la siguiente depende básicamente del tiempo que la sociedad tarde en olvidar los estragos causados por la última.