Mikel ZUBIMENDI

MONSEñOR ROMERO, EJEMPLO DE VALENTÍA Y COMPROMISO CON LOS MÁS VULNERABLES

El encuentro cara a cara con la injusticia y el contacto con los movimientos de pobres en El Salvador impulsó la transformación de monseñor Romero hasta volverse abiertamente hostil y convertirse en un referente de la lucha contra el «pecado social» de la pobreza.

No fue la interpretación crítica de la Biblia lo que llevó a Óscar Arnulfo Romero (Ciudad Barrios 1915-San Salvador 1980) a una revolución de sus valores personales. Nunca se conmovió con la teología de la liberación. De hecho, su nombramiento como arzobispo de San Salvador en 1977 fue bien recibido por el Gobierno salvadoreño y por los poderosos, esperaban un arzobispo que sostuviera el status quo. Pero la muerte de su íntimo amigo, el jesuita Rutilio Grande, y sobre todo el contacto directo con los pobres marcó un punto de inflexión y un cambio de lealtades en Romero y este terminó por revolverse contra la injusticia y la violencia que se ejercía contra su pueblo.

Monseñor Romero, en realidad, fue un escéptico de la teología de la liberación. La filosofía de esa teología, básicamente, significa considerar la pobreza como «pecado social» en vez de centrarse en pecados individuales. Y en El Salvador implicaba tomar partido y saber qué quiere decir eso del «bienaventurados los pobres». En el país de Romero, el 60% de la tierra agrícola pertenecía a un 2% de la población y era el penúltimo en ingreso per cápita de América Latina. La oligarquía terrateniente usaba el apoyo de EEUU para equipar escuadrones de la muerte y poner en marcha una maquinaria de eliminación física y desapariciones de miles de campesinos y líderes de luchas populares. Todos los ingredientes y los antagonismos estaban servidos en el menú para el comienzo de una guerra que se cobró la vida de más 75.000 personas.

Romero tomó partido por los pobres y las clases más vulnerables. Multitudes de campesinos se reunían para oírle predicar, las transmisiones de sus sermones a través de las emisores alcanzaron al 73% de la población rural del el Salvador y un 50% en las zonas urbanas, así como a multitud de oyentes en Guatemala, Honduras y Nicaragua.

Para millones de desposeídos el suyo fue un digno ejemplo de la valentía que debe prevalecer en defensa de los más vulnerables, en contra de la injusticia y a favor de un mundo en paz.

Y pagó un precio muy alto por su compromiso. Fue muerto por un disparo de un francotirador mientras oficiaba misa en el altar el 24 de marzo de 1980, un día después de pronunciar una memorable homilía en la que llamaba a policías y militares de menor rango a desobedecer a sus superiores, y «obedecer la ley de Dios que dice “no matar” a sus hermanos campesinos».

«Si me matan, resucitaré en el pueblo»

Para entonces, Monseñor Romero era consciente de que estaba en el punto de mira y tenía el presentimiento de que lo iban a matar. Sus palabras pronunciadas días antes del atentado fueron claras y premonitorias de lo que vendría después: «Sí, he sido frecuentemente amenazado de muerte, pero debo decirles que como cristiano no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño».

El atentado fue ejecutado por sicarios de un escuadrón de la muerte formado por militares y civiles de la ultraderecha dirigidos por el mayor Roberto D'Aubuisson (fundador del partido ARENA) y el capitán Álvaro Sarabia junto con oligarcas conocidos del país como Mario Ernesto Molina Contreras, hijo de un expresidente. Treinta y un años después se conoció el nombre del francotirador: Marino Samayoa Acosta, subsargento de la extinta Guardia Nacional y miembro del equipo de seguridad del expresidente de la República Arturo Armando Molina.

Como subraya el jesuita vasco, Jon Sobrino, director del Centro Monseñor Romero y superviviente de la matanza de la UCA que costó la vida a Ignacio Ellacuria –quien en su día dijo que «con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador»– y a otras cinco compañeros jesuitas: «Los mártires no solo son capaces de que superemos el egoísmo, sino también la resignación y el desencanto. Generar esperanza no es fácil pero es posible. Así lo hizo Romero, que amó a su pueblo hasta el final, con todas las consecuencias. Recordando su vida, releyendo sus palabras, admirando su utopía, guardando reverencialmente silencio ante su muerte nace y renace una y otra vez la esperanza».

El papa Francisco también cree que fue «un mártir» y, tras 15 años de parálisis burocrática, ha decidido beatificarlo. La ceremonia se celebrará el 23 de mayo. Para millones de personas, Romero es ya el santo que «ruega por todos los pobres del mundo».

 

«Una iglesia pobre, para los pobres; no es comunismo, es el Evangelio»

El culto popular a Monseñor Romero siempre ha sido masivo aunque su persona no fuera beatificada. Eso ahora ha cambiado. Superando el veto impulsado por la Congregación para la Doctrina de la Doctrina de la Fe, liderada entonces por Ratzinger, hoy papa emérito Benedicto XVI, el Papa Francisco lo ha convertido en «San Romero de América». Francisco, en la misma línea y con las mismas palabras de monseñor Romero, dice querer transformar la Iglesia en «una iglesia pobre, para las personas pobres». Y eso, insiste, «no es comunismo, es el Evangelio». Porque para ambos la misión de la Iglesia es la misma: identificarse con los pobres.