Mikel INSAUSTI
CRÍTICA «Una dama en París»

La juventud es una patria a la que nunca se regresa

La película que el cineasta de Estonia Ilmar Raag ha rodado en París habla del exilio en su más amplío sentido. No se refiere únicamente a la situación de alejamiento geográfico que vive el inmigrante, sino también a la perdida de la juventud como una patria a la que ya no se puede regresar. La veteranísima Jeanne Moreau representa esta última variante, en duelo interpretativo con Laine Mägi, una mujer de mediana edad que acaba de salir de su país para buscar trabajo en el extranjero. Es de esta manera como acaba de cuidadora de esa señora mayor, que un buen día también salió de Estonia como ella, pero ya cincuenta años atrás.

Las dos protagonistas, dejando a un lado la coincidencia en su lugar de procedencia, son completamente opuestas. La dama octogenaria se ha hecho a la cultura francófona y ha olvidado su lengua materna, siendo en el país de acogida donde ha hecho su fortuna. Tuvo un marido rico, y la herencia le permitió después mantener a sus amantes, hasta que el paso del tiempo ha acabado por vencerla y no de sea seguir viviendo. Su oponente, por el contrario, viene del medio rural. Ha dedicado su sacrificada existencia a atender a su madre enferma, hasta que su muerte la ha llevado a seguir pendiente de otra señora ya mayor.

El conflicto entre ambas está servido, porque mientras la empleada se muestra amable y servicial, la dueña de la casa mantiene una actitud hostil y de rechazo. Sin embargo, están condenadas a entenderse, al tener que compartir de una manera o de otra sus respectivas soledades. A ello contribuye el deseo del tercero en escena, un amante más joven que la madame, que se siente agradecido porque siendo camarero le puso un local propio, y su forma de devolverle el favor es intentar que no sufra en sus últimos años de vida. La relación entre ellos es ahora maternofilial, aunque los sensuales recuerdos del pasado siguen ahí.