Ana MENGOTTI
LAS VOCES DE HIROSHIMA

El drama que unió al vasco Arrupe y a García Márquez

El testimonio del jesuita vasco Pedro Arrupe, que definió Hiroshima como «un suceso por encima de la historia», aún sobrecoge el ánimo de quien lo lee siete décadas después, ya sea relatado en primera persona o mediante la pluma de un entonces joven periodista colombiano llamado Gabriel García Márquez.

«Apenas pararon de caer las tejas, pedazos de vidrio y vigas, cesó el fragor, me levanté del suelo y vi frente a mi el reloj colgado aún de la pared pero parado: parecía como si el péndulo se hubiera quedado clavado. Eran las 8.10. Aquel reloj silencioso e inmóvil ha sido para mi un símbolo», escribió el padre Arrupe, nacido en Bilbo en 1907 y muerto en Roma en 1991, sobre el instante del 6 de agosto de 1945 en el que todo cambió.

«La explosión de la primera bomba atómica puede considerarse un suceso por encima de la Historia. No es un recuerdo, es una experiencia perpetua que no cesa con el tictac del reloj (...) Hiroshima no tiene relación con el tiempo: pertenece a la eternidad», afirma Arrupe en su libro "Yo viví la bomba atómica". Fue editado el año de su muerte y narra cómo vivió aquella explosión y sus consecuencias, cuando decía misa en la ciudad de Hiroshima.

El libro autobiográfico del que en 1965 llegaría a ser el prepósito general de la Compañía de Jesús vio la luz mucho tiempo después de que en 1955 concediera una entrevista a un periodista del diario ‘‘El Espectador’’ durante una visita a Bogotá. Se llamaba Gabriel García Márquez, tenía 22 años y 27 años después quedaría consagrado como uno de los mejores escritores del mundo al recibir el Nobel de Literatura.

‘‘En Hiroshima, a un millón de grados’’, la crónica que García Márquez (1927-2014) escribió a partir de su entrevista con Arrupe, se nota tanto el impacto que le causó el testimonio del sacerdote como su facilidad para contar.

Arrupe le contó que Hiroshima, una ciudad de 400.000 habitantes, no había sufrido hasta entonces un solo bombardeo, pero la población era disciplinada y acudía a los refugios antiaéreos si las sirenas sonaban, como ocurrió aquel 6 de agosto de 1945. La ciudad volvió a la normalidad cuando se anunció que había pasado el peligro y Arrupe, que se encontraba en el noviciado, a unos seis kilómetros del centro, de pronto vio «un resplandor como el de la bombilla de un fotógrafo», según le dijo a «Gabo».

El jesuita le habló de un humo blanco y espeso que durante diez minutos ocultó a la vista «el gigantesco e incontenible incendio que devoraba la ciudad», en palabras de García Márquez. Arrupe y los otros sacerdotes y novicios se subieron a sus bicicletas inmediatamente para acudir en auxilio de las víctimas y encontraron una situación que no pudieron describir con palabras.

«Antes del medio día comenzaron a desarrollarse fantásticos fenómenos atmosféricos», escribe un veinteañero García Márquez, antes de describir con precisión y belleza el aguacero que extinguió las llamas y el huracán que hizo volar por los aires todo lo que había sido destruido o quedado sin vida.

Arrupe supo que no se trataba de un incendio corriente cuando vio a tres mujeres jóvenes, abrazadas, que con el cuerpo en carne viva surgieron de los escombros. Pero no solo se recreó en el horror, también habló con García Márquez de la ausencia de pánico y de la sorprendentemente rápida «recuperación moral» de la ciudad.