Sara PUIG (AFP)

EL LADO MENOS CONOCIDO DE EEUU EN LA II GUERRA MUNDIAL

La entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial tras el ataque a Pearl Harbor dio pie a uno de los capítulos más oscuros y desconocidos de su historia, cuando decenas de miles de japoneses, la mayoría ciudadanos estadounidenses, fueron confinados como enemigos en campos de concentración.

Washington temió represalias tras declararle la guerra al Imperio del Sol Naciente un día después de la ofensiva japonesa en Hawai, el 7 de diciembre de 1941, y puso en marcha la maquinaria para proteger su territorio.

La medida más radical fue la orden ejecutiva 9066 que firmó el presidente Franklin D. Roosevelt el 19 de febrero de 1942 y que delimitó las zonas militares de exclusión en las que controlar al rival. El Gobierno creó en ellas diez campos de concentración: en California, Utah, Idaho, Wyoming, Colorado, Arizona, Arkansas y Georgia. En total, albergaron a más de 112.500 japoneses-estadounidenses hasta 1945.

«Fuimos llevados como criminales. Perdimos nuestra libertad y tuvimos que acostumbrarnos a condiciones horribles», recuerda Rosie Maruki Kakuuchi, una de las supervivientes, durante una conversación con AFP con motivo del 70 aniversario de la primera bomba atómica que cayó en Hiroshima el 6 de agosto de 1945.

Al igual que tantas otras familias, la suya dejó atrás de la noche a la mañana una vida dedicada a integrarse en la sociedad estadounidense. Después de tantos esfuerzos, la decisión de Washington fue un jarro de agua fría para ellos. «Aunque pensé que sabían qué era lo mejor para nosotros, quedé totalmente decepcionada con el liderazgo del Gobierno», afirma al recordar aquellos acontecimientos.

Sueños truncados

Rosie Maruki Kakuuchi y los suyos pasaron tres años en Manzanar, el campo de internamiento situado en las montañas californianas de Sierra Nevada, un horno en verano y un congelador en invierno. Ella tenía 15 años y soñaba con cumplir sus fantasías. Pero sus días se hicieron eternos al ritmo de los estrictos horarios del campo y del control de los guardias.

Los más de 10.000 habitantes que llegó a tener Manzanar pusieron en pie una auténtica ciudad para sobrevivir al confinamiento: una escuela, una guardería, un hospital, varios comercios y hasta un cementerio.

La mayoría de los adultos trabajaba y percibía un pequeño sueldo, con el que podía comprar cosas por catálogo. También se organizaban bailes y noches de cine, y hasta se fundó un periódico.

Pero las viviendas eran paupérrimas, solían llenarse de arena por el fuerte viento que soplaba y muchas familias estaban obligadas a compartirlas ante la falta de espacio. Además, los baños, compuestos por hileras de duchas y letrinas, eran un foco de infecciones, lo que llegó a poner en jaque a las autoridades.

El perdón

La existencia de estos campos ha pasado casi desapercibida a lo largo de los años. Los japoneses-estadounidenses se convirtieron en un problema de seguridad nacional cuando el país se concentró en atacar los frentes enemigos en Europa y el Pacífico. La ayuda vital que ofreció EEUU para derrotar al régimen nazi eclipsó, tanto en el interior como fuera del país, lo que estaba pasando dentro de sus fronteras.

«Estos campos son, sin duda, uno de los capítulos más vergonzosos de la historia reciente de Estados Unidos», explica Alysa Lynch, una de las responsables de Manzanar.

El Gobierno intenta desde hace unos años divulgar su historia, conservando principalmente lo que queda de cada una de aquellas instalaciones. «No sabía que había ocurrido esto», cuenta a AFP Jason Adler, un estadounidense originario de Ohio que visita con su hijo los restos del campo. «Creo que debemos hacer más por recordarlo y para contar lo que pasó. La gente debe saber que hubo campos de concentración en Estados Unidos», apunta.

Washington terminó por reconocer que la medida fue un error y se disculpó con las víctimas. La Administración de Ronald Reagan indemnizó a cada superviviente con 20.000 dólares en 1988.

«No fue suficiente, pero al menos admitieron que se equivocaron», señala Kakuuchi. Cuando las barreras de los campos se levantaron para siempre en 1945, se dio cuenta de que su vida pasada había desaparecido. «Me dieron 20 dólares y un billete de transporte. Pero no tenía adónde ir. Fue duro volver a empezar», asegura.