Jesús Valencia
Educador social
KOLABORAZIOAK

Tribunales coloniales

Somos un pueblo azotado por continuas embestidas judiciales. Día tras día, largas cordadas de paisanas y paisanos tienen que recorrer el abrupto camino que conduce a la Audiencia Nacional. Atrás quedan –sin posibilidad de elusión o excusa– sus responsabilidades laborales, familiares o sociales; minucias despreciables ante el requerimiento de la judicatura española. La apertura del respectivo juicio oral marca las vidas de los encausados: noches breves y viajes largos, amaneceres en carretera a expensas de las inclemencias climáticas o de los percances mecánicos, calendarios sometidos a la conveniencia o animadversión de los juzgadores, hostales de lejanía con la mente volando hacia los seres queridos. Y, sobre todo, el temor a una larga, arbitraria y potencial condena.

Cuando la perezosa maquinaria judicial inicia la jornada en la AN, cada una de las personas encausadas experimenta la misma sensación: humillación y rabia por tener que someterse a un tribunal lejano y colonial. Nuestra lengua resulta extraña en aquel paraje inhóspito de San Fernando de Henares; nuestras costumbres, insólitas; nuestras actividades, sospechosas. Las «batzarras» celebradas, las rifas organizadas, las txoznas instaladas encierran, para el Estado y sus aparatos, un trasfondo de rebeldía encubierta; conjuras en ciernes contra el orden establecido ¿Establecido o impuesto? He ahí la cuestión; la vieja y profunda raíz de esta justicia persecutoria que soportamos desde hace siglos.

Como tantos otros pueblos sometidos, fuimos ocupados por gentes de armas que se instalaron en estas tierras que no eran las suyas. Pero ocupación no es sinónimo de colonización; esta requiere –como expusieron con grafismo los emisarios navarros al Emperador Carlos I– «comer el alma del pueblo» y, para ese menester, no bastaban los arcabuceros. Tras los guerreros, llegaron los gramáticos que impusieron la lengua de los invasores, los cronistas que redactaron la historia de los vencedores, los prelados que predicaron obediencia a los nuevos señores y, ¡cómo no!, también los juristas. Estos arrinconaron nuestras viejas leyes y convirtieron su violencia colonial en la Nueva Ley. (Tendrán la necesidad –decía Nebrija a la Católica– de recibir las leyes que el vencedor pone al vencido) A partir de entonces, el Nuevo Orden impuesto es el código definitivo en base al cual se enjuician nuestras conductas.

Así comenzó el desamparo judicial que, con matices, seguimos soportando. No habían pasado ni dos años desde la ocupación de 1512 y ya las Cortes Navarras reclamaban que la justicia fuera administrada por jueces naturales. El Emperador español no tomó en cuenta aquellos requerimientos: un sistema judicial impuesto garantizaba la defensa de sus intereses. El Consejo Real siguió nombrando a jueces extranjeros que debían ser pagados por el Reino de Navarra aunque residieran fuera de él; ya entonces, las sentencias contra nuestras gentes se dictaban fuera del Reino; también aquellos tribunales alargaban desmesuradamente procesos que, con frecuencia, se desarrollaban bajo interesadas presiones de los estamentos militares.

Sean cuales fueren las sentencias pendientes, serán dictadas con intencionalidad política al servicio de un proyecto capitalista y colonial. Son duras e ilustrativas las palabras de Pedro Esarte: «Los jueces se convierten en fuerza estable del sistema; los juzgados, en el lugar del teatro, y las sentencias, en el terrorismo de Estado». Quienes queden absueltos que festejen el resultado pero que no legitimen el sistema que los juzgó. En realidad, ya les aplicó un castigo disuasorio antes de dictar sentencia: puso bajo sospecha su pensamiento, ideas y actividades; los marcó como presuntos delincuentes; les robó tiempo, honra y bienes; muchos de ellos fueron encarcelados con carácter preventivo; sus familias hubieron de soportar un riguroso e ilegítimo quebranto.

En estos tiempos confusos hay quienes dicen que debemos comenzar de cero. Que no cuenten conmigo. En el archivo queda un interminable repertorio de agravios judiciales soportados por nuestras gentes y de los que nadie ha rendido cuentas. Son muy festejados en esta época algunos ejercicios reconciliatorios en los que las diferentes víctimas se reúnen para relatar públicamente el sufrimiento que hubieron de soportar. Ejercicio voluntarioso pero prematuro. Las víctimas de la justicia política que no hablen en pasado; este miserable ejercicio de violencia sigue plenamente vigente.

Las Cortes Navarras recién sometidas encontraban semejanzas entre lo que se contaba de la conquista americana y lo que se soportaba por estos andurriales. En su última sesión de 1829, pudieron recoger otra información de interés: las barbaridades judiciales contra los pueblos de ultramar no conseguían ahogar la efervescencia independentista y revolucionaria de aquellas gentes. Las arraigadas convicciones de quienes siguen pasando por la Audiencia Nacional dan pie a suponer que, también en esta Euskal Herria libertaria, está sucediendo algo parecido.