Después del aperitivo de ayer de los Coen, la organización ha abierto las puertas del Berlinale Palast. Los osos, es decir, nosotros, los críticos, andamos sueltos por el palacio... y que sea lo que Kosslick quiera. Mientras no se registran destrozos y/o altercados, hacemos como que somos gente normal; como que no nos metemos cinco veces al día (por lo menos) en una sala de cine... como que ir a ver una película de Túnez es algo, una vez más, normal.

Empieza la Competición de la 66ª Berlinale con “Hedi”, ópera prima de Mohamed Ben Attia; película que a pesar del exotismo brindado por su nacionalidad, no se sale ni un centímetro de la normalidad (¿lo ven?) de ese cine siempre en la frontera entre lo social y lo íntimo. Presentan y producen los hermanos Dardenne, y se nota. La cámara, inquieta y siempre a pocos palmos del cogote del protagonista, acaba proyectando rayos X. La necesidad-de y el miedo-a la libertad quedan igualmente al desnudo. Con un planteamiento y posterior desarrollo de la historia que nunca pierden el pulso emocional, la distancia se descubre como un intangible que no solo puede medirse en metros. Es la crudeza fílmica empleada para que suba el calor humano.

Con “Midnight Special” sucede justo lo contrario. Aquí el cine nos ciega como el artificio que también le pedimos que sea. Banda sonora intrusiva, efectos especiales de alto standing y el omnipresente flare azul. Estamos en la América profunda, es decir, en las antípodas de Túnez. El problema es que el mejor Jeff Nichols, que es quien firma, también queda lejísimos. Su particular homenaje a las aventuras familiares con aires sci-fi de los 80 y 90, pierde la habitual carga alegórica del autor, y con ella, el interés. El miedo y la atracción a lo desconocido (o a lo que, simplemente, no es normal), como excusa para una odisea sin mejor brújula que un sentido del espectáculo demasiado plomizo. Un lujoso vehículo hacia el desastre, una –engorrosa– anomalía en la carrera de Nichols, vaya.