Miguel FERNÁNDEZ IBÁÑEZ
Periodista

ASIRIOS, DE NUEVO EN MITAD DEL CONFLICTO

Este grupo religioso está viviendo los efectos derivados de la lucha entre el Estado turco y el PKK. Como observadores, y sin posicionarse con ninguna de las partes, reclaman una solución dialogada que permita a la región recuperar la paz.

La enjuta figura de Hanna Çilli, arrinconada entre una mesa espolvoreada por el blanco restante de los productos químicos y una pared con símbolos políticos y religiosos, hace un esfuerzo para incorporarse cuando entra un supuesto cliente. En este caso es un periodista, aunque eso no trastoca su amable rostro, de prominentes cuencas orbitales y bigote perfectamente recortado. Lo primero que hace es ofrecer un té; lo segundo recordar que fue uno de los futbolistas más importantes de la región de Mardin, el pichichi del equipo, el asirio que se colgó la medalla de plata en los 100 metros durante unos campeonatos nacionales. Para demostrarlo saca una reciente entrevista que le hizo un periódico local, unas antiguas imágenes de un cuerpo, el suyo, esculpido por el deporte profesional. Han pasado cinco décadas desde esas fotografías y, a sus 77 años, su hercúlea corpulencia ha perdido todo su esplendor. Ver al Hanna de ayer y al de hoy recuerda mucho a la historia de los asirios, quienes dominaron Mesopotamia para luego perder todo su músculo hasta convertirse en una de las minorías religiosas marginales de Anatolia. «Ya nadie nos pregunta, ya no importamos», se lamenta.

Los asirios, que en sus liturgias usan la lengua de Jesucristo, el arameo, han sobrevivido en el último siglo a una vorágine represiva. Durante el genocidio armenio, por el hecho de ser cristianos, fueron asesinados, se apoderaron de sus tierras y forzaron su exilio a otro país, la mayoría a las tierras que conformarían Irak y Siria. Con el paso de los años, aquellos que resistieron la discriminación étnico-religiosa del kemalismo, volvieron a pagar las consecuencias de vivir en el corazón de Mesopotamia: el conflicto entre el PKK y el Estado forzó una nueva espantada, esta vez camino de Europa o Estambul.

Como resultado, apenas 25.000 asirios viven hoy en Anatolia, la mayoría en Estambul y un puñado de miles en la región de Mardin, donde aún resisten dos de los principales monasterios de este pueblo. «Nuestra vida ha sido tan complicada que ya no quedan asirios aquí. Nunca hemos matado a nadie, pero en cambio todos nos intentan matar», remarca Hanna.

Desde hace un año, cuando se reavivó el conflicto entre el Estado turco y el PKK, los asirios han vuelto a estar en medio de la lucha como observadores, sin posicionarse con uno u otro bando. «Nosotros no nos mezclamos, solo queremos la paz, que todo se resuelva por la vía política. Los movimientos kurdos, asirios y árabes de la región tendrían que plantarse ante Erdogan y el PKK para pedir la paz», reclama Hanna, quien tiene nueve hijos y no desea que sus nietos, de los que no recuerda el número, crezcan en una tierra hostil.

«Alrededor solo hay guerra. La situación actual nos entristece y afecta no solo a la economía, sino a la moral de la gente. Si este barco se hunde nos iríamos todos con él», añade Zuheyr Özbek, otro asirio que regenta una tienda de artesanía.

Erdogan

Varios niños, uno de sus tres hijos y dos sobrinos, corretean por la tienda de Zuheyr, de 38 años. Lo primero que hace es ofrecer té; lo segundo, culpar de la actual situación al PKK y al presidente turco: «Ambos se han equivocado, no solo Erdogan. Es cierto que él ha desencadenado este conflicto para conseguir su sistema presidencialista. Era lo que quería, pero el PKK no es más fuerte que el Estado. Ellos tienen que seguir el camino político porque ahora todos tenemos problemas en este país. Cada día vamos a peor y las muertes solo generan más odio». «La solución vendrá con educación, paz y desarrollo económico», sentencia.

Los daños colaterales del conflicto están afectando el desarrollo de Kurdistán Norte. El turismo, esencial para joyeros y artesanos asirios, se ha desplomado en Mardin ante la ausencia de viajeros. «Aquí ya no hay turismo. Si mañana se detuviera esta lucha la gente necesitaría 10 años para volver a Mardin sin preocupaciones», aventura desesperanzado Zuheyr.

A la actual coyuntura se une la tradicional inseguridad que las minorías padecen en Turquía. Los seguidores de la dualidad de Jesucristo, los mismos que estoicamente eligieron durante cien años el ostracismo, rechazando la asimilación seguida por otros pueblos, escuchan los menosprecios que Erdogan dedica a alevíes, ateos y armenios. Por eso aún miran con recelo a sus vecinos suníes y, pese a apreciar los tibios derechos obtenidos durante las dos primeras legislaturas del Partido Justicia y Desarrollo (AKP), temen la actual política de sunificación dirigida por los islamistas. «Erdogan fue el mejor político de la historia turca, pero ahora juega a ser un dictador. Ojalá que fuera como el de las dos primeras legislaturas, pero ya parece demasiado tarde, el país está polarizado», asegura Zuheyr, quien recuerda que «en los libros de historia aún muestran al asirio, al cristiano, como el enemigo».

Sin amigos, y en el medio de conflictos político-religiosos, los asirios continúan luchando por sobrevivir en la tierra de sus ancestros. Un joven entra en la tienda de Zuheyr. Trabaja de repartidor de comida. «Mire, es asirio y ha venido desde Siria», dice. Debido a las guerras en Irak y Siria, algunos ya han recorrido el camino inverso de hace un siglo para regresar a la convulsa Anatolia, puede que su última esperanza en Mesopotamia.