Víctor ESQUIROL
HORIZONTES LATINOS

De niños, adultos y viejos, benditas rarezas

Horizontes Latinos se reivindica con «rara» y «viejo calavera», dos películas que hacen de la observación el acto previo a la transformación.

La jornada empieza como muchas otras: con esa serie de rituales que hacen que nuestro cerebro se vaya activando. Maldecir al despertador, maldecir los horarios de Zinemaldia, maldecirnos a nosotros mismos... Son solo las primeras etapas de esa rutina festivalera que consume, devora... pero que a veces tiene la cortesía de recordarnos por qué nos estamos dejando la salud (física y mental) en las butacas del Kursaal, del Victoria Eugenia, del Teatro Principal, de los Trueba...

Y un larguísimo etcétera, hasta que nos damos de bruces, como ya se ha dicho, con esas revelaciones (a estas alturas del cuento, las podemos llamar así) que, de repente, parecen justificar esas colas kilométricas, esas carreras agotadoras entre cine y cine, esos codazos en las puertas de entrada y salida, esos insultos escupidos con tanto cariño... Nada de esto importa, es más, todas estas desgracias humanas adquieren, en un abrir y cerrar de ojos, otro sabor; otra tonalidad, que no hace más que revalorizar el conjunto. La experiencia, infernal donde las haya, se convierte en algo divino.

En Horizontes Latinos encontramos hoy la salvación, y lo hacemos a través de dos óperas primas. La primera viene de Chile, la dirige Pepa San Martín (apunta) y se titula “Rara”. La película, al igual que esos días cualquiera, empieza con ese encadenado de gestos con los que tan familiarizados estamos. Podría sonar a rutinario y, en esencia, seguramente lo sea, pero no como algo negativo, mucho menos cuando salen a la luz las intenciones de la directora. Rindiendo tributo a las tendencias sagradas del cine moderno, el film se inclina, de primeras, ante el cogote del protagonista de la función, que aquí no es otro que una joven estudiante de instituto que recorre, en preciso y largo plano secuencia, los pasillos de su centro educativo.

Parece que, una vez más, el escenario va a adquirir una importancia capital, y así va a ser, pero mucho más peso van a tener, como no podía ser de otra forma, los personajes que lo habitan. Con la chiquilla nos topamos de nuevo, y con su hermana pequeña, y con su papá (y su novia), y con su abuela, y con su mamá (y su novia). El padre se separa de la madre; la madre del padre y en medio, ese impasse entre la infancia y la edad adulta. Con el añadido de los difíciles encajes de las familias modernas. Para su sorprendente primera película, Pepa San Martín hace de la observación un acto de fina artesanía, y de la posterior exposición, puro arte. La última etapa del proceso, es decir, la interpretación, corresponde a un espectador que goza de total libertad. Conquistas de un cine familiar que hace siempre justicia a sus personajes, así como a las situaciones que el destino les obliga a protagonizar. La cineasta chilena va encadenando risas con broncas con muestras de ternura, a golpe de elipsis y con la misma soltura con la que todos estos momentos se suceden en la realidad. Es el discreto pero contundente gozo de ver cómo el cine puede captar, como ningún otro arte, la esencia de la vida misma, de sus bajadas y subidas de tensión, de cómo nos hace ir constantemente de un extremo al otro, mientras nos hace avanzar, sin parar, hacia un punto no demasiado definido.

Por su parte, lo de Kiro Russo en “Viejo calavera” (la otra pequeña maravilla de la jornada) podría definirse casi como de magia negra. Su carta de presentación en el largometraje nos habla de alguien con un poder visual impresionante, y con una capacidad sobrehumana para sacarle todos los recursos (naturales y artificiales) al lugar donde trabaja. Del mismo modo en que lo harían los mejores mineros, vaya. El director y guionista hace ahora de la observación del entorno algo muy cercano a la prospección, un acto que se descubre como físico, pero también espiritual. Y es que “Viejo calavera” no es solo un retrato de la comunidad minera boliviana, es un viaje alucinado a las mismísimas entrañas de la bestia. La de la montaña de los minerales, claro, y la del alma humana.