Corina TULBURE
Chișinău (Moldavia)

MOLDAVIA: LA GENERACIÓN DE LOS HIJOS QUE VIVEN HUÉRFANOS SIN SERLO

Miles de niños en Moldavia crecen separados de sus padres, que emigran a países de la Unión Europea para encontrar un trabajo. Los difíciles procesos de reunificación familiar en lugares como el Estado español o Italia hacen que, durante años, generaciones de menores vean a sus progenitores solo por Skype.

Víctor no puede aguantar las lágrimas en la consulta de médico de Barcelona. Acaban de confirmarle que tras un accidente laboral, la movilidad de su muñeca derecha quedará disminuida para siempre. Tener que renunciar a su trabajo de albañil le ha hecho venirse abajo. Su preocupación son sus tres hijos, que se encuentran en Moldavia, y cuyo día a día depende del salario que recibe por su trabajo en la construcción. Más que su salud, lo que le abruma es la incertidumbre. Visitará a sus hijos, con los que sólo ha podido contactar por teléfono en los últimos años. Victor puede regresar a Moldavia, país fronterizo con la Unión Europea (UE), y volver al Estado español porque tiene un contrato de trabajo. Bastante peor es la situación de otros moldavos que trabajan «sin papeles», lo que supone que se encuentren atrapados, sin posibilidad de regresar a su país y ver a sus familiares mientras no consigan el permiso de residencia, un proceso que puede prolongarse más de cuatro años.

Mientras tanto, a miles de kilómetros de distancia, sus hijos crecen solos y ven a sus padres únicamente por Skype. Más de 100.000 niños y adolescentes viven en Moldavia sin uno o sus dos progenitores, porque estos han tenido que emigrar a la UE, a Rusia o a Israel. Una generación entera en un país en donde casi la mitad de los adultos tienen que abandonarlo para encontrar un trabajo, lo que se traduce en una de las tasas de emigración más altas del mundo.

«Esta situación se da en todas las familias de Moldavia», confirma en Chisinău la sicóloga Ana Antonciuc, que ayuda a otros menores y, sobre todo, a su propio hijo. Su esposo emigró hace un año a Israel. «Faltan cuatro meses, faltan tres meses, faltan dos meses», repite su hijo, al contar los días que quedan hasta el regreso de su padre. «Aunque yo le hable y tenga muchas actividades, a menudo lo veo triste. ¿Cómo puedo reemplazar el amor que siente por su padre?», se pregunta Ana, sin esconder un sentimiento de culpabilidad.

Nichita tiene 10 años y vive sólo con su madre. Su padre trabaja fuera de Moldavia, a veces en Rusia, otras veces en Israel. Le acompaña Nicoleta, de 13 años, que vive con sus hermanos y una cuidadora, contratada por sus padres, que se han marchado a Rusia. Los padres de otra prima suya se encuentran trabajando en el Estado español. «Mi padre se ha ido para poder enviarnos dinero y para que podamos mudarnos a una nueva casa. Yo y mi hermana más pequeña vivimos con nuestra madre, hemos espabilado y no puedo decir que nos vaya mal. Con mi padre hablamos por Skype, ya nos estamos acostumbrando», explica Nichita, que se expresa con la seriedad de un adulto.

A pesar de su edad, Nicoleta ejerce ya de madre para sus hermanos: «A veces les hago la comida, cuido de que hagan los deberes. Es verdad que echo de menos a mis padres, sobre todo cuando me pasa algo y no tengo con quien hablar. Si les llamo, me contestan y me animan, pero no es lo mismo que poder abrazar a mi madre».

La alegría son los regalos que les envían sus progenitores: «Llegan muchos paquetes, regalos, dinero, ropa... y al principio nos alegramos mucho, pero luego sentimos que no es eso lo que queremos», nos cuenta Nicoleta. A ella le gustaría que sus padres se quedasen en el país «con un trabajo junto a nosotros; no entiendo estos tiempos en que vivimos».

Nichita desea lo mismo, «pero hoy no lo veo posible. Es la situación de Moldavia. En mi curso tengo una amiga que vivía sola con su madre, su padre había fallecido. Ahora –añade–, la madre se ha ido a Italia y no la ha visto desde hace dos años, vive sola con su abuela. Otra amiga de mi clase tiene a sus padres en España y hace unos cuatro años que no los ha visto. Y conseguir papeles –dice– es muy caro y difícil en Europa». A sus 10 años, Nichita ya conoce las consecuencias de las leyes de extranjería en la UE; sabe que los «papeles» son lo que marcará la diferencia entre poder ver a sus progenitores en unos meses o en unos años. En la escuela, los dos menores hacen teatro y Nichita va a participar en las famosas olimpiadas que reúnen a los mejores escolares del país en concursos internacionales (él va a tomar parte en la de Geografía).

«¿Me quedo? ¿Me voy?»

Del otro lado, los adultos afrontan el dilema entre la emigración o un sueldo que no les alcanza para vivir. «Los padres emigran con la idea de ofrecer algo mejor a sus hijos y luego, una vez fuera, además de tener que pelear con la nueva situación, se sienten culpables por haber dejado a sus hijos solos. Y tratan de arreglarlo enviando dinero y regalos a los niños», explica Ana Antonciuc. En el centro de Chisinău, en cada metro cuadrado, se ve una nueva oficina de cambio.

La situación es tan común que la organización Terre des Hommes ha preparado un manual para los padres que emigran. Podría ser un breve manual de instrucciones para conseguir gestionar la añoranza y la soledad. El libro contiene consejos prácticos sobre el día a día de los niños, sobre cómo mejorar una relación que se limitará solo al contacto virtual y sobre todo cómo explicar a los hijos que se ha tomado la decisión de irse del país. «Los padres lo explican desde un punto de vista pragmático, pero los niños no lo entienden y sufren. Me voy, pero mira que me voy para que tu vivas aquí mejor. Luego los niños les reprochan que solo les quieren por teléfono», señala Antonciuc.

Los sicólogos sospechan que también los menores crecen con un sentimiento de culpa :«Mis padres trabajan lejos de casa por mi culpa, para poder darme dinero y juguetes».

Se observa, asimismo, entre los jóvenes un cambio de valores: «Ellos afirman a menudo: ‘mira a mama, ha estudiado tantos años y al final, ¿qué? Ha acabado cuidando a una abuela en Italia. Yo no gastaré ni un año en la Universidad, comenzaré directamente a trabajar’», lamenta Arina Crețu, de Terre des Hommes.

Tatiana Podlenova es profesora de música en Sculeni, el primer pueblo tras cruzar la frontera entre Rumania y Moldavia, «la puerta de Europa», dice entre risas. «Por necesidad, los niños se vuelven maestros de las redes, del teléfono, del Facebook, pero no creo que eso pueda reemplazar la presencia física de los padres. Los que se quedan sin ninguno de sus padres sufren mucho. ¿Quien les da un abrazo? Esta falta de contacto físico diario los va marcando», alerta.

Desde Terre des Hommes han lanzado una campaña que, entre otras actividades, incluye el despliegue de mensajes escritos por los niños en el aeropuerto. «Mamá, ven a casa, no quiero ningún smartphone, ven a casa», rezaba uno de ellos. «Hemos trabajado también en más de sesenta escuelas para formar a los profesores», explica Crețu.

«No se sabe la cifra exacta de niños en esta situación, porque nadie registra a los padres cuando se van», sostiene Tatiana Turchină, profesora en la Universidad de Moldavia. La investigadora cree que «pronto llegaremos a tal nivel que para los niños o para la sociedad la norma será que los padres emigren a trabajar al extranjero y que los niños asuman responsabilidades dentro de la familia y lo acepten como lo normal».

En Moldavia, la emigración se da en dos direcciones: hacia la UE o hacia Rusia. «A Moscú van sobre todo los trabajadores de menor cualificación, con contratos de tres meses, mientras que hacia Europa emigran médicos y profesores que en su mayoría no llegan a ejercer allí su profesión. España ha sido uno de los primeros destinos para los hombres, por la construcción, y las mujeres emigraban a Italia como cuidadoras», comenta Turchină.

El hecho de que se pueda trabajar «en negro», sobre todo en el servicio doméstico, hace que muchas mujeres se queden atrapadas en esos países sin poder regresar a ver a sus hijos hasta que consigan un contrato de trabajo. Los trabajadores que van a Rusia tampoco tienen asegurados los permisos, ya que en función de las relaciones diplomáticas entre Chisinău y Moscú, las autoridades rusas amenazan con el cese de los permisos de trabajo para los moldavos.

Aunque se observe una mejora de las condiciones financieras y del nivel de vida, los niños que se quedan solos llegan a cargar con atribuciones propias de adultos: gestionan el dinero o se encargan de los demás hermanos. «Las chicas afirman que les interesa mucho su carrera y no quieren tener hijos, porque ya han ejercido de madre y padre de sus hermanos pequeños. Otras personas sólo valoran lo material, porque es lo que ellas han recibido, es lo que han visto, sus padres los han dejado para ofrecerles bienes materiales. Se ha llegado a denunciar que la emigración ha incrementado los trastornos sicológicos y el suicidio entre los menores», indica Turchină.

La sicóloga Ana Antonciuc añade que en muchos casos los padres han tenido que luchar con ellos mismos para poder mantener una relación cercana con los niños, antes de lograr los permisos de residencia en los países de la UE y poder llevárselos. «Si antes existía una buena relación, esta ha aguantado la distancia física», asegura.

En la distancia, los padres también cuentan los días para el encuentro con los hijos y tienen que bregar con el sentimiento de culpa. La profesora de Sculeni recuerda que uno de sus alumnos no quiso que su madre, que se encontraba trabajando en el Estado español, asistiera a su fiesta de graduación en el instituto. «La madre lloraba. El hijo le reprochaba no haber estado a su lado cuando la necesitó», recuerda Podlenova.

Nichita acepta que su padre emigre ahora, pero no para mucho tiempo. «Le diría que no se vaya, pero como estamos en una situación crítica, no hay otra salida», razona.

De madrugada, camino hacia la frontera con la Unión Europea, se atisban muchas viviendas de obra nueva o a medio construir en la localidad de Sculeni. Algunas pertenecen a familias que han emigrado. Quizá sea por la hora, pero desde la carretera solo se ven niños... y ancianos.