Félix Placer Ugarte
Teólogo
GAURKOA

Pobreza y exclusión

El autor sostiene que pobreza y exclusión son dos fenómenos que van de la mano y se retroalimentan, y defiende que, ante el incremento del racismo y la pobreza surgidos frente a la inmigración, debe respetarse a cada individuo su identidad y su capacidad de decidir por encima de las «leyes del capital y del mercado».

Hace unos días han tenido lugar en Gasteiz unas importantes «Jornadas antirracistas/ XIV. Arrazismoaren kontrako jardunaldiak'' cuyo objetivo ha consistido en promover la convivencia y defender los derechos sociales para todos, sin exclusiones. Aunque anunciadas en los medios, la asistencia ha sido más bien reducida, destacando el número de personas emigrantes.

Sin embargo, estamos ante una situación social y política que afecta a toda la sociedad con especial urgencia, agravada por expresiones y brotes xenófobos y racistas. Y en estos días están teniendo especial relevancia mediática las reprobadas declaraciones de las autoridades municipal y foral alavesas sobre los problemas que en estas jornadas se han afrontado. Pero tanto tales declaraciones como las reacciones verbales contra los «nuevos vecinos» no son más que la punta de un iceberg que esconde un grave déficit humanitario y cultural en amplios sectores de una ciudad que, por otro lado, consiguió su espectacular desarrollo gracias también a la inmigración estatal y exterior.

De todas formas, este alarmante problema debe analizarse en el contexto de la actual globalización excluyente. Nos encontramos, en efecto, ante un conflicto no solo local, sino internacional que deriva hacia un peligroso choque o enfrentamiento de imprevisibles consecuencias.

El número de emigrantes ha crecido de forma muy rápida. Según la Oficina Internacional para la Migraciones (IOM), en 2010 se calculaban ya 214 millones. Con esta tendencia progresiva, en 2050 serán más de 400 millones, muchos de ellos y ellas en situación irregular, de trabajo forzoso y esclavizado o de prostitución, negocio este altamente rentable. Es decir, el mundo de la emigración esconde todo tipo de dramas angustiosos cuya profunda gravedad se concreta en realidades de pobreza de alta intensidad y en la exclusión de la dignidad y derechos que corresponden a personas obligadas a abandonar su país.

Hoy se puede decir que las condiciones en que se realiza la emigración que desemboca en esas apremiantes y escandalosas situaciones son una de las grandes lacras de la humanidad. En concreto los traficantes de personas emigrantes llegan a ganar mas de 32.000 millones de dólares al año. La emigración se ha convertido de esta manera en una industria criminal que ocupa el segundo lugar tras el narcotráfico y al mismo nivel que la industria del comercio ilegal de armas, según datos de la OIT. Después de la explotación colonialista, la emigración ha convertido a millones de personas en objeto barato de mercado y de esclavitud, cuyo coste oscila en unos 100 dólares por persona, y más de 40.000 personas, según la IOM, han muerto en sus penosos traslados en los últimos años.

Emigración, exclusión y pobreza es el triángulo que margina y elimina a millones de personas en el mundo actual económicamente globalizado por el capitalismo y sus intereses lucrativos. Este sistema, que domina y conduce el mundo, es la causa de pobreza en más del 80% de la humanidad que les excluye de los bienes de la tierra, de su hábitat, de sus derechos y, en muchos casos, hasta de su identidad y cultura. La pobreza, en efecto, genera exclusión de pueblos y personas y, a su vez, la exclusión es el lugar de la pobreza de la que no se puede salir si no es sometiéndose a las leyes del capital, de sus estados y multinacionales, es decir, del «orden» mundial impuesto. Se expolian las riquezas naturales de los pueblos en beneficio de los países industrializados, lo cual provoca la expulsión del territorio y las exclusiones económicas sociales, culturales y políticas.

En definitiva, la pobreza conduce a la exclusión y, a su vez, la exclusión aboca a la pobreza. Estamos, por tanto, en un binomio inhumano que destruye los fundamentos de la convivencia, de la humanidad y de la vida y del que es muy costoso liberarse. Por cuatro razones.

En primer lugar porque es un círculo sistémico, es decir, construido con interdependencias, donde no se puede alterar un elemento sin cambiar todos los demás. En segundo lugar, esta estructura es económicamente rentable para quien la domina y controla porque proporciona, controla y suministra crecientes ganancias al capital, al mercado, a los bancos, a los estados dominantes aliados en el G8; por tanto, se unirán todas las fuerzas necesarias -también militares- para mantenerlo. En tercer lugar, este círculo está políticamente inducido y controlado de forma que sus leyes favorecen al capital del que dependen la estabilidad y el bienestar, según sus criterios, de la sociedad. Por fin, la misma conciencia ciudadana ha asumido esta manera de ver y pensar, esta ideología del pensamiento único que les hace reaccionar agresivamente contra quienes pueden alterar este sistema, este «orden».

Es el caso de la inmigración que introduce lo diferente, otra manera de ser y pensar, nuevos derechos y formas de convivencia, reparto equitativo de las riquezas, nuevas culturas e identidades. Entonces surgen la xenofobia y el racismo, como formas agresivas contra quienes ven como amenaza a su bienestar y a su trabajo, negando derechos, empleo y solidaridad a personas que huyen de las plagas del hambre y de la guerra.

Sin embargo, estas reacciones se vuelven contra quienes las provocan ya que, al negar a «los otros», se destruye la relación, la comunicación, la cooperación, bases del crecimiento auténticamente humano, y si no reconocemos su identidad, cultura y derechos, ¿cómo podremos reclamar los nuestros?

Ante este sistema que no se detiene ante nada ni ante nadie y que solo opera por el beneficio, instrumentalizando a personas y a la misma naturaleza, la lucha con sus misma armas económicas está perdida. Es necesario encontrar caminos y medios alternativos que trasformen humanizando lo que fue la inhumana y avasalladora «gran transformación» causada por el capitalismo, como la definió Karl Polanyi. Esta nueva dirección no puede orientarse por el desarrollo sin límites, sino por el decrecimiento sostenible que implica establecer nuevas coordenadas equitativas de producción y consumo y, por tanto, de mercado, así como devolver la deuda ecológica a los países del Sur.

Pero sobre todo el cambio debe venir desde el reconocimiento de la identidad de personas y pueblos, de su autodeterminación, de su capacidad de decidir, suprimido hoy por las leyes del capital y del mercado y quienes las dictan. La exclusión que genera la pobreza se combate con la afirmación de los pobres como sujetos y centro de referencia, como lo proponen los Foros Sociales Mundiales y lo subraya la teología de la liberación. Estos nuevos sujetos económicos tienen su pueblo, su cultura, su lengua, su modo de vida, cuya rica y compleja diversidad debe ser respetada contra la uniformidad excluyente y empobrecedora.

Por fin, frente a un sistema capitalista antropocéntrico, instrumentalizador, es necesario oponer la alternativa de una sociedad biocentrada que se sienta parte de la naturaleza en una ecología profunda y se ajuste a la lógica del proceso cosmogénico que se caracteriza por la sinergia, por la interdependencia de todos con todos y por la cooperación, como insiste la Carta de la Tierra.

No son estos principios abstractos y genéricos, sino directamente aplicables, local y globalmente, en Euskal Herria, en los estados europeos eurocéntricos y potencias mundiales, cambiando la exclusión por el reconocimiento de derechos sociales y políticos, la xenofobia y racismo por la convivencia social e intercultural, la pobreza con la riqueza y trabajo compartidos.