Mikel Zubimendi
TTIP: el mundo a los pies de las corporaciones

Se vende democracia se compran gobiernos

El acuerdo trasatlántico de comercio e inversión que negocian EEUU y la UE, más que a un comercio sin aranceles ni trabas, responde a necesidades geopolíticas de dos potencias venidas a menos frente a nuevas potencias emergentes y, sobre todo, al apetito de las corporaciones transnacionales por tener un mundo a sus pies, bajo su total dominación.

El comercio, entendido como intercambio, como reparto equitativo de productos, habilidades y creatividad entre pueblos con cultura y ecología diferentes, es algo bueno y necesario. El problema llega cuando más que un intercambio de bienes y conocimientos se convierte en algo que elimina las salvaguardas sociales o medioambientales en la búsqueda de los beneficios corporativos. Así, el llamado comercio libre, el desregulado comercio sin control, se convierte en un sistema de control de los poderosos que promueve los intereses específicos de una minoría. La democracia se mercantiliza, la política pierde margen de maniobra, y solo responde a los accionistas, a los privilegios que demandan los inversores, a las compensaciones que buscan quienes provocaron la crisis económica.

El Acuerdo Trasatlántico de Comercio e Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) es presentado por sus defensores ante el mundo como una oportunidad única de crear un mercado integrado de 800 millones de consumidores. A más comercio libre y competitivo, más riqueza, más innovación, más crecimiento y prosperidad. Incluso, afirman sus apologetas, que allá donde el comercio florece cesan las guerras, callan las armas. Resulta curioso que esos mismos son los que hacen de las sanciones comerciales un arma de guerra global que lo mismo vale para asfixiar a Cuba durante más de medio siglo que para desestabilizar a Rusia y ahuyentar las perspectivas de una mayor integración eurasiática.

EEUU y la Unión Europea son dos bloques transatlánticos en declive, cada vez más envejecidos, que miran con preocupación a los países emergentes del este asiático, especialmente a China e India, que pueden sobrepasarlos en términos de crecimiento, ingresos e innovación, y quién sabe si algún día también en capacidades de fuerza militar. El TTIP quiere ser una respuesta a ese horizonte, pretende crear un bloque común entre dos polos que vienen a menos, un gigantesco mercado de inversión y consumo integrado que les siga permitiendo imponer las reglas del juego a las potencias recién llegadas al casino del comercio global.

Mientras se explotan las rivalidades entre potencias asiáticas como forma de contención, el TTIP se presenta con una finalidad geopolítica evidente: retrasar la transferencia del viejo poder hegemónico a los nuevos poderes emergentes.

Invasión de las corporaciones

Al margen de estas consideraciones geopolíticas, el problema más crítico que presenta el Tratado Trasatlántico es que abre las puertas a que el gobierno de las grandes corporaciones multinacionales se haga supranacional. Aunque cueste imaginarlo, las compañías transnacionales podrán demandar por daños y perjuicios a los gobiernos de los países y tendrán a su alcance compensaciones de dinero público porque su «expectativa de beneficio» no se haya cumplido por culpa, por ejemplo, de una decisión soberana de aumentar el salario mínimo. Aunque lo pudiera parecer, no es ciencia-ficción. La multinacional francesa Veolia, especializada en el abastecimiento y la gestión del agua, la gestión de residuos y los servicios energéticos y de transporte, ha llevado a Egipto ante los Tribunales internacionales de Arbitraje por haber decidido, al fragor de la llamada «Primavera egipcia», aumentar en 31 euros el salario mínimo.

EL TTIP incrementará la extorsión legalizada, el ataque corporativo a los fondos públicos. Los tribunales de arbitraje, que no rinden cuentas ante ningún electorado y que están compuestos por abogados que lo mismo hacen de jueces que presentan cargos contra los gobiernos en nombre de las corporaciones, tendrán el poder de hacer pagar más a los contribuyentes para compensar expectativas de beneficio no colmadas. Decisiones sobre la salud, las finanzas y otras políticas públicas pueden ser motivo de demanda ante estos tribunales extrajudiciales. La soberanía popular, el margen de maniobra de los Gobiernos en temas de energía o control del movimiento de capitales, del volumen, la naturaleza y el origen de los productos financieros, será prácticamente nula.

Dicho en otras palabras, la palabra regulación desaparecerá del diccionario. El sentido de la política caminará hacia la irrelevancia y la capacidad de acción de los gobiernos se reducirá al sometimiento de sus servicios públicos frente a las fuerzas del mercado, a la eliminación, reducción o prevención de todo tipo de barreras internas que obstaculizan a las corporaciones transnacionales.

Ataque encubierto a la Democracia

Dicen los japoneses que la única garantía de que una estrategia -de negociación o de otro tipo- tenga éxito es que esta sea secreta. Las negociaciones en curso sobre el TTIP siguen ese mismo patrón. En nombre de la discreción y la confidencialidad para que la negociación no fracase, los representantes públicos, las autoridades locales, regionales o estatales solo tendrán la posibilidad de revisar de cabo a rabo sus políticas para poder satisfacer el apetito del sector privado sobre las esferas sobre las que aún no tiene un control y una dominación completa.

Paralelamente, dos de las organizaciones empresariales más grandes del mundo -la Cámara de Comercio de EEUU y BusinessEurope- han conseguido que en las negociaciones sobre el TTIP los principales accionistas de los gigantes industriales en ambos lados del Atlántico se sienten en la mesa para, esencialmente, redactar conjuntamente las regulaciones. Directamente pasan a ser coguionistas de un ambicioso plan que, más que rebajar la legislación existente, tiene como objetivo escribirla directamente a imagen y semejanza de sus intereses.

Bancos, aseguradoras, sociedades financieras, grandes corporaciones del petróleo, minería y gas, gigantes de la alimentación o del transporte, con ayuda de abogados especializados en inversiones, se han lanzado a preparar el terreno. La protección de las «expectativas legítimas» de los inversores, conocida con la cláusula del «trato justo y equitativo», ofrece de facto y de iure «un derecho específico» que es un potente instrumento para luchar contra cualquier cambio normativo que defienda el interés público. Incluso aunque este se adopte a la luz de nuevas evidencias y opciones democráticas.

Además se ha previsto para después de la aprobación oficial del TTIP articular un mecanismo de «cooperación reguladora permanente». Un eufemismo que en la práctica equivale a esquivar todo tipo de escrutinio público. A dejar a las corporaciones al volante de las decisiones públicas. A un aviso claro por su parte: «no hacer nada hasta que lo hayáis discutido con nosotros».

Kentucky Fried Chicken

Restaurants International, propietaria de la marca KFC, quiere levantar la prohibición europea sobre las carnes producidas con tecnología beta-agonista, como el clorhidrato de ractopamina, utilizadas para incrementar la cantidad de proteína corporal.

Airlines for America

A4A, la mayor asociación de la industria de aerolíneas de EEUU, presiona para que la política europea sobre cambio climático que obliga a las aerolíneas a pagar por las emisiones de carbón sea eliminada de inmediato por ser una «barrera al progreso».

Deutsche Bank

El gigante alemán presiona para que los reguladores de EEUU no interfieran en los asuntos de los grandes bancos extranjeros que operan allí. EEUU, por su parte, quiere enterrar todo plan europeo de un impuesto sobre transacciones financieras.

2,07%. Tras una década, las pérdidas en términos de exportaciones netas aumentarán en comparación a un escenario «sin TTIP». Variarán entre un 2,07% del PIB en los países nórdicos y un 0,95% en Gran Bretaña.

5.500. Las rentas del trabajo caerán. El Estado francés será el más perjudicado con 5.500 euros menos por trabajador, seguido por los países escandinavos con 4.800 euros menos.

600 mil empleos se perderían en Europa con el tratado de libre comercio. Solo en los países nórdicos 223.000 puestos de trabajo, seguidos de Alemania con 134.000 menos.

0,64%. El TTIP conlleva la pérdida de ingresos de los Gobiernos. El excedente de los impuestos indirectos (impuestos de venta, del valor añadido...) sobre los subsidios disminuiría en todos los países de la UE. El Estado francés sufriría la mayor pérdida (%0,64 de su PIB)

FUENTE: Global Development And Environment Institute, Tufts University (EEUU)

La «Industria de la injusticia», un negocio redondo e indecente

Políticas sobre tabaco, clima, finanzas, minería, medicamentos, energía, contaminación, agua, empleo, toxinas, desarrollo... no hay tema en el que el sistema de solución de controversias de los inversionistas extranjeros con el Estado receptor de la inversión no se ponga en marcha. De los casi 550 juicios contenciosos registrados en el mundo desde los años 1950, el 80% de ellos fue presentado entre 2003 y 2012. En líneas generales, provienen de empresas del norte -75% de las demandas vienen de EEUU y la UE- y se dirigen contra los países del sur (57% de los casos). Los gobiernos que quieren romper con la ortodoxia económica, como el de Argentina o el de Venezuela, están particularmente expuestos.

Los tribunales internacionales que dirimen esos litigios constan de tres abogados privados y sus resoluciones sobre los asuntos de fondo no pueden someterse a apelación. Como mecanismo de aplicación práctica de los tratados de libre comercio, reconocen el «derecho sustantivo» de los inversores a tener un marco regulatorio que se ajuste a sus expectativas de beneficios. Esto se traduce en que los Estados están obligados a no cambiar las condiciones de explotación, no pueden expropiar sin compensación y se da libertad a las empresas de salir de las fronteras con todos sus trastos, pero un Estado no puede pedirles que se vayan.

Estamos hablando de un lucrativo filón que asegura una fortuna a numerosas empresas privadas. Los propios «árbitros», suministrados principalmente por decenas de gabinetes estadounidenses, se llevan en promedio 6 millones de euros por cabeza y proceso de arbitraje, cualquiera que sea el desenlace.

Un sistema así exime a la jurisprudencia y a la justicia internacional de cualquier tipo de control democrático. Aunque sea una caricatura de la independencia judicial, para practicar el arbitraje internacional cuenta el hecho de haber sido miembro de un consejo de administración que cotiza en bolsa.

La mera amenaza de demanda ante estos tribunales de arbitraje tiene un efecto disuasorio en muchos gobiernos. El costo mínimo de defenderse es de 8 millones de dólares, y hay demandas de indemnización de hasta 38 mil millones de dólares. Poca broma. M. Z.