Antonio Alvarez-Solís
Kazetaria
GAURKOA

Justicia o saña

El autor reflexiona sobre la reciente decisión del Tribunal Supremo de no contabilizar los años de condena cumplidos en el Estado francés y sentencia que «ETA sigue siendo el gran enemigo necesario» para el Estado español. Un enemigo que insiste en mantener vivo con la «victoria» como único objetivo.

Sentí vergüenza, una profunda vergüenza, como estudioso del Derecho y como ciudadano alimentado por radicales principios éticos, ante la información que los periódicos del régimen facilitaron a bombo y platillo acerca del acuerdo del Tribunal Supremo español que no admite los años de cárcel cumplidos en Francia por la gente de ETA para extinguir su responsabilidad penal por hechos armados. La mayoría del Supremo estimó que un encarcelamiento no elimina otro encarcelamiento por el mismo delito sustancial si hay una frontera por medio que permita fueros diferentes; que en tales circunstancias no debe realizarse la acumulación de penas a fin de establecer un límite máximo de prisión que resulte humano. Hay que dar dos veces el mismo mazazo sobre la misma cabeza para complacer a los persecutores encarnizados.

ETA sigue siendo el gran enemigo necesario. Un enemigo irredento al que absurdamente no se le permite negociar el último paso para desaparecer. ETA tiene que estar ahí para que España tenga razón. Una razón espesa, casi inespecífica o de múltiple aplicación. Una razón no intelectual, sino oscuramente genética. Una razón castiza. España no negocia; sobre todo, España no perdona. Da la sensación de que ETA es uno de aquellos contrafuertes que mantenían en pie los pesados muros de los templos medievales cuyas gárgolas escalaban diablos oscuros y pertinaces.

Leí la noticia diez veces y en diez periódicos diferentes. Sin un matiz distinto. Estaba redactada con los dientes prietos, como prestos a la dentellada. Y tras ello, como en una inmensa y dramática llamarada, se quemaron en mi espíritu doscientos largos años de lucha moral y jurídica para hacer del mecanismo penitenciario algo superior a la pura venganza de una sociedad y de su sistema.

Quizá esa vergüenza de un viejo estudioso del Derecho, repito, fue la que acogotó también a los seis magistrados que redactaron su voto colectivo en contra del acuerdo probélico de los nueve magistrados que prefirieron mantener la pena como un castigo sin límites que convirtiese vergonzantemente en pena de muerte, una vez más, el afán represor que domina su espíritu, en este caso, como en tantos otros, en claro acuerdo con la voluntad del Gobierno. Otra vez el sabor medieval: los presos del rey son presos hasta que el rey quiera.

Las instancias europeas cuyos pueblos más importantes viven procurando salvar en una época tan descabellada los principios humanísticos de la Ilustración, aquí tan despreciados o perseguidos, han repudiado convertir la pena en un martirio inacabable mediante una elasticidad de aplicación del castigo tan inadmisible en lo ético como monstruosa en lo jurídico. Al parecer ignoran que la cárcel no debe trocarse en situación interminable sin que adquiera un perfil de asesinato. Que un gobierno y sus instituciones de justicia procedan contrariamente a lo que requiere el humanismo ilustrado degrada la calidad moral de la nación regida por tales voluntades ¿Qué seguridad puede tener un pueblo en su propia existencia cuando los fundamentos de tal seguridad se asientan sobre un aire tornadizo?

Una vez más parece angustiosa la necesidad que tiene Madrid de dar con un producto de urgencia que mantenga en disciplina electoral a masas desilusionadas ya por un andrajoso proyecto político ¿Y qué mejor producto que conceder a los españoles el severo protagonismo del vengador patriótico? Se supone que ante una guerra de exaltación nacional -el gran argumento de Franco- miles de mentes planas se agavillan sin intentar siquiera el más leve espíritu crítico acerca de sus dirigentes.

La reflexión estorba a los héroes. Para este tipo de espíritus la decisión atrabiliaria del Tribunal Supremo supone, por el contrario, una noble y ardorosa reintegración de esas masas al servicio del aparato público. La democracia y la libertad carecen de valor ante la victoria. Pero esta victoria, claro es, exige que el enemigo esté vivo no solo en el recuerdo, pervertido ya en una institución más de dominio, sino que ese enemigo siga palpitante en la hora presente. Y para ello nada más eficaz que capturar y recapturar etarras, aunque muchos de esos etarras no sean más que un producto amañado.

El mecanismo de sobrevivencia política que alimenta al Sr. Rajoy es así de simple. El Sr. Rajoy es un personaje fracasado en lo social, en lo económico, en lo cultural, pero es una espada «gloriosa» al servicio de un pueblo que quiere destruir lo que sea mientras contenga pensamiento. Al Sr. Rajoy solamente le falta un monumento en que cabalgue un brioso caballo español, como el de esos caudillos de la españolidad doblemente armada en la que el caballo era, al fin, el que pensaba.

Mas lo que no puede evitar el líder es que un número creciente de servidores del Estado, como esos seis magistrados que han redactado el voto disidente, se vayan distanciando de las arenas movedizas que constituyen el suelo público. La fermentación de detritus morales acaba por alejar a quienes aún conservan un cierto gusto por la limpieza ¿Es eso lo que ha ocurrido a esos seis magistrados que rechazaron la maniobra de convertir la pena en una desnuda e inacabable acción vindicativa? Creo que algo hay de eso.

España vivió cuarenta hediondos años de desprecio autoritario en todos sus marcos de acción pública para continuar otros tantos sin incorporarse a una reconstrucción de la justicia. Al menos de la justicia. La transición no fue más que una maniobra de enganche del fascismo con quienes vendieron la democracia para granjearse un poder rentable. Hay que abrir páginas en que muchos españoles aprendan a leer el gran libro del espíritu. No podemos seguir navegando bajo una bandera que blasonan dos tronadas columnas de Hércules.

Ante la decisión del Tribunal Supremo cabe preguntarse si la brecha existente entre España y los países de la Europa que se reviste, aunque no sea más que eso, de su vieja capa ilustrada, no se profundizará día tras día con los gobiernos de políticos como el Sr. Rajoy. Ser europeo es ya algo muy confuso, pero frente a esa confusión aún truenan con mayor estruendo estos acontecimientos protagonizados por el viejo autocratismo de Madrid.

Si hay algo que no contribuye en absoluto a la paz civil son esa serie de posturas que manejan unilateral y cínicamente grandes conceptos como el de la justicia o el orden. Dos conceptos muy frágiles que únicamente funcionan debidamente cuando sus protagonistas parten de una consideración muy alta del ser humano, ya sea del propio ser o del adversario. La secuencia entre delito y castigo no puede interpolar consideraciones que manifiesten motivaciones o propósitos espurios. La defensa de lo propio jamás ha de perder de vista las razones que hayan movido al adversario a proceder como lo ha hecho. La violencia ha de ser reprimida, pero haciendo siempre una consideración muy motivada de esa violencia. Por eso el castigo ha de tener unos límites prudentes.