Carlos Gil
Analista cultural

Marco

A vanza el día hacia una noche que termina en otro día. No se detiene nunca el tiempo. Ni muchas oportunidades que pasan sin dejar huella. Se confunde el propio acto cultural con el marco donde se crea la ficción de lo cultural. Sigo la estela de un sobresalto musical que no logra atrapar una bailarina despistada en acomodarse sus zapatillas descosidas. ¿Se pierde la música o simplemente se confunde con la ventisca y el alboroto de los topos que juegan al mus con los pitufos descarriados?

Se me recarga el cerebro reptiliano de preguntas vagas, ¿el sujeto del acto cultural es el agente emisor, el receptor o el intermediario?

No busco respuestas incendiarias, ni luz en las cavidades nasales de un hipopótamo que recita una coplilla erótica. Soy un agente secreto de mi propia ignorancia. Me pongo pistas falsas para no llegar nunca al párrafo esencial. Acabo convertido en ingeniero técnico en dedos más que en lunas o estrellas. Aprendí tres palabras en griego que ahora me suenan a sueño de corifeo enamorado. Será porque la palabra «persona» viene de un acto teatral que no está contaminado por ninguna deidad totalitaria. O porque cuando marco en la arena de la playa un punto de referencia siempre acaba convertido en un suspiro de amor.

De todos los mares, el mar. De todos los vacíos, la añoranza de un verso disfrazado de espíritu valiente. De todos los recuerdos, la memoria afectiva, la sensibilidad que hace que cada aleteo de un párpado insolente refuerce la noción de existencia, de acto significativo por voz, gesto, escritura o ausencia. No hay marco incomparable, lo incomparable es el acto cultural cuando describe la vida y la mejora.