
Sin duda, de esta edición quedará el extraordinario nivel de las orquestas que han visitado la Quincena Musical, pero también, para bien o para mal, la impronta de sus directores, como fue el caso de la Orchestra Filarmonica della Scala y su director titular Riccardo Chailly el pasado martes en el Auditorio Kursaal.
Pocos peros se la pueden poner a la orquesta de la Scala. Desde los primeros acordes de la Sinfonía n.5 de Tchaikovski, se dibujó como una formación de sonido rotundo, fraseo grácil, de amplias posibilidades dinámicas e impetuoso dramatismo. Con muy buen sonido seccional, la orquesta también mostró un gran equilibrio tímbrico, hermosa línea melódica y unidad expresiva.
Comenzó el ‘Adagio’ con una elocuente introducción del clarinete, bellamente interpretada, que plasmó la base sobre la que se construiría el resto de la obra. Pronto el ‘Allegro’ y los pasajes contrastantes dejaron ver un sonido mucho más poderoso, desbordante y teatral. El segundo movimiento, muy lírico, elegantemente ‘cantado’ por trompa, clarinete y oboe, también tuvo sus momentos más tormentosos y vehementes, en los que quedó claro no solo el carácter de la orquesta, sino también el de su director, Riccardo Chailly, que condujo al conjunto con acierto, pero también bastante efectismo, sabiéndose protagonista.
Carismático, histriónico y presumido, Chailly también es un director meticuloso, transparente y controlador, que dejó fluir a la orquesta en el romántico vals del tercer movimiento, pero sin abandonar las riendas en ningún momento. Con una versión de la sinfonía muy coherente, con mucho sentido de unidad, direccionalidad y una acertada elección de tiempos, la sinfonía se deslizó casi sin darse cuenta hasta la brillante marcha triunfal al final del último movimiento.
El moderno colorido orquestal que Ravel escribió para el ballet de Daphnis et Chloé, sin embargo, no permitió a Chailly tanta exuberancia. Más contenido en gesto y pantomima, llevó la orquesta italiana con mayor detalle y finura. Sin embargo, el exceso de volumen y ese afán por la brillantez del sonido que parece estar de moda entre las orquestas últimamente, deslució completamente el aire impresionista de la obra; esas sensaciones brumosas y esos reflejos de luz que caracterizan el Lever de jour, desaparecieron completamente y, aunque inmaculadamente ejecutado, careció de sutileza y se perdió el efecto acumulativo. De igual manera, la apoteosis final no alcanzó la esperada explosión de intensidad, al llevar todo el pasaje final al límite. También tuvo que ver en la pérdida de empuje la elección de la versión sin coro que, pese a no tener una gran participación en la obra, suele crear una atmósfera final muy especial y vibrante.
Aun así, la orquesta sonó a un excelente nivel y las versiones de Riccardo Chailly fueron muy apropiadas, con el toque justo de personalidad. Como propina, una obra muy infrecuente en el repertorio sinfónico: la Obertura ‘Zarlivost’, más conocida como ‘Jealousy’ –Los celos– de la ópera Jenůfa de Leoš Janáček que, pese a su densidad sonora, aligeró la sensación general del concierto. Tanta intensidad puede terminar quemando el resultado.

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