Koldo LANDALUZE
CRÍTICA «Kubo y las dos cuerdas mágicas»

El niño que contaba cuentos de papel

Todo en “Kubo y las dos cuerdas mágicas” es admirable. Técnicamente, la nueva joya elaborada por la factoría Laika ha adquirido un punto de maestría gracias al perfecto equilibrio que ha conseguido a la hora de unificar las técnicas ancestrales del stop-motion y las novedosas tecnologías digitales. De esta forma, lo viejo y lo nuevo se dan cita en un espacio animado único que está llamado a romper cualquier tipo de frontera. Si la exquisitez visual resulta incontestable, otro tanto, o más, se puede decir de un argumento rico en matices emocionales, homenajes cinéfilos y poética. La cautivadora odisea iniciática que protagoniza el niño tuerto está enraizada en un imaginario muy respetuoso con la cultura tradicional japonesa y en ella cohabitan los fantasmas legados por los cuentos ancestrales, la magia del origami y el legado de aquellos samuráis imaginados por el maestro Kurosawa. Cada una de las secuencias de esta pieza animada es un prodigio artístico que se traduce en un encadenado de pulsaciones dotadas de un gran empaque dramático.

A medida que nos sumergimos en la ruta del pequeño Kubo, da la sensación de que el propio filme se va construyendo pausadamente en cada uno de estos pasos, como los papeles que se doblan por arte de magia hasta que adquieren la forma de un pez monstruoso o un samurái de leyenda. En ese sentido, merece la pena recordar las escenas en las que el protagonista anima la plaza de la aldea narrando cuentos que nacen a partir de esos trozos de papel animados. El origami se transforma, de esta manera, en una herramienta oportuna para subvertir la realidad en beneficio de lo fantástico, o viceversa.

Otro tanto se podría decir de las singulares criaturas que acompañan al protagonista de la película en su misión, una mona parlante y un escabarajo guerrero que otorgan al conjunto un plus mayor de emotividad y diversión.