Iker BIZKARGUENAGA
BILBO
Interview
JOSÉ FERNÁNDEZ-ALBERTOS
POLITÓLOGO

«Tenemos mecanismos pensados para una realidad que ya no existe»

José Fernández-Albertos, doctor en Ciencia Política por la Universidad de Harvard, trabaja en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS) del CSIC y acaba de estar en Bilbo para presentar su libro «Antisistema: Desigualdad económica y precariado político».

Quedamos con José Fernández-Albertos poco antes de que presente su libro, y lo primero que hacemos es pedirle casi un imposible, que nos lo resuma en un par de trazos. No se arredra: «El libro trata de entender si hay elementos comunes en esta revuelta populista, antisistema, de los últimos años, desde el nativismo de derecha en algunos países al populismo de izquierda en otros». Y completa la explicación: «Creo que sí hay un mensaje común. Hay un origen económico en el descontento, que tiene que ver con la crisis, con la falta de oportunidades y perspectivas, que contrastan con las perspectivas que tuvieron otras generaciones, pero creo que hay otro elemento, que es la percepción de una gran parte de la ciudadanía de que el sistema político está siendo incapaz de canalizar su descontento. Que su cabreo no lleva a ningún sitio; que las elecciones acaban siendo un poco irrelevantes, porque las políticas apenas varían cuando llegan unos y cambian otros; que sus deseos y demandas no se acaban traduciendo en políticas. Esta combinación entre agravios económicos y percepción compartida de que el sistema político está averiado y que no es capaz de responder a las demandas de la ciudadanía es lo que explica este descontento estructural».

Más allá de cómo exprese cada cual ese enfado, parece que sí hay motivos para que mucha gente se sienta descontenta...

Gente cabreada con los políticos siempre ha habido, no idealicemos el pasado. Pero existía el convencimiento de que el sistema tenía válvulas de escape para canalizar los descontentos. Antes había la percepción de que las cosas cambiaban, de que cuando un gobierno sucedía a otro cambiaban las prioridades. Y ahora esta sensación está más diluida; lo que hemos visto es que, al ser una crisis tan larga y habiendo sido las respuestas tan parecidas, muchos electorados han visto que cambiaban de gobierno pero que las políticas acababan siendo parecidas, porque el espacio de maniobra era muy limitado. Y es esto lo que lleva a esta sensación de desapego. Es algo estructural, y si no somos capaces de rehacer nuestros sistemas políticos para que la ciudadanía perciba que responden a sus demandas, estos problemas los vamos a tener para largo, se van a enquistar.

¿El hecho de que antes el marco de referencia fueran los estados, el país, y que hoy las políticas se dicten a nivel global influye en esa percepción?

Seguro. Eso es algo que es muy difícil de revertir, y no es ni siquiera deseable, pero es verdad que hace que los mecanismos mediante los cuales nos hemos creído capaces de controlar los sistemas, que son las elecciones, castigando y derribando gobiernos, ahora sirven menos. Entonces tenemos que inventar otros, buscar fórmulas para hacer a la ciudadanía corresponsable de las decisiones, para que se sienta implicada y que reconozca legitimidad a lo que salga de esa caja negra que es la gobernanza colectiva. Creo que tenemos mecanismos pensados para una realidad que ya casi no existe.

Se ha comparado esta crisis con la del 29, ¿ve un clima similar al de los años 30 del siglo XX?

Hay paralelismos y diferencias. Hay paralelismo, por supuesto, en la magnitud de la crisis, muy larga, que deja cicatrices enormes… Y también en términos de deslegitimación de los sistemas políticos. Pero también existen diferencias. Una muy importante es que ahora somos sociedades más ricas, y eso nos hace más conservadores respecto a los cambios bruscos, las revoluciones, las rupturas, las guerras. Los conflictos abiertos suceden en sociedades donde los actores políticos tienen poco que perder. Cuando hay mucho en juego, la gente se vuelve más cauta. Luego, en el 29, a la vez que se producía el deterioro económico se estaba reconfigurando el reparto de poder político, y había grupos que estaban ganando peso, que eran cada vez más centrales para la organización económica. Estoy pensando en la centralidad que ganó el movimiento obrero en el primer tercio del siglo XX. Y ahora no está muy claro qué cambio se está generando. Los que eran poderosos antes de la crisis son igual de poderosos, mientras los desposeídos están incluso más desarticulados. Y creo que por eso tenemos aún esta tensión de un descontento generalizado pero que es incapaz de desembocar en algo constructivo, porque la correlación de fuerzas sigue siendo parecida a la de antes.

De hecho, es llamativo que dentro de ese bloque antisistema tengan cada vez más peso la derecha y la extrema derecha, cuando es la más interesada en mantener el status quo.

Creo que una parte tiene que ver con que la izquierda ha sido incapaz de articular un modelo alternativo de respuesta a la crisis. Las restricciones son enormes en los términos de la globalización, y las bases sociales a las que aspiras a representar son cada vez más heterogéneas y tienen intereses dispares entre sí. Los intereses del trabajador precario que está de autónomo son diferentes de las del trabajador industrial que pelea por una prejubilación digna… Poner de acuerdo a esos sectores es cada vez más difícil, y eso hace que sea complicado armar un programa político coherente de gobierno que sea responsable desde el punto de vista económico, viable desde el punto de vista político y que convenza a todos esos sectores. Y ante esa posible falta de respuesta, muchas veces la cuestión nativista de enfatizar la identidad nacional frente a las «amenazas» que suponen que lleguen extranjeros, que la Unión Europea haga cosas contra la voluntad de mi país, que las minorías nacionales violenten lo que yo pensaba que era mi país... se vuelven pulsiones más atractivas. Se abre la posibilidad de que estos sectores puedan ser atraídos por la extrema derecha. Tampoco sabemos cuánto recorrido tiene esta pulsión populista, porque si la causa de estos movimientos es el descontento con la economía, sabemos que hacen muy poco o nada por corregir esas situaciones de agravio económico.

Pero aunque no sean predominantes sí pueden condicionar los marcos discursivos, ¿no?

Sí, sin duda. Creo que más allá de su capacidad de alterar el terreno de juego en los ámbitos socioeconómicos, discursivamente cambian los términos del debate, y una de las cosas que creo más importante es que afectan a la relación que los ciudadanos tienen con las instituciones, con sus representantes, con los rivales y adversarios políticos. Y esto es como la pasta de dientes: una vez que sale es muy difícil de volverla a meter.

¿La élite progresista ha sido displicente con el votante de derechas, a veces obrero?

Mi lectura es que lo que les ha pasado a los partidos de izquierda es que los intereses objetivos de sus bases sociales se han hecho cada vez más divergentes. Esta heterogeneidad, con unos líderes de partidos de izquierda que sí que proceden de determinados sectores, no representativos necesariamente de sus bases, hace que algunos intereses se hayan visto más representados que otros. Pasa en Francia, en Gran Bretaña, en EEUU, que la izquierda se ha vuelto el partido de la gente con estudios. ¿Quiere decir que se han olvidado de sus bases tradicionales? El problema de fondo es que las demandas de sus bases tradicionales y de los votantes nuevos a los que aspiran a representar son difíciles de aglutinar, y esos sectores que tradicionalmente ha representado la izquierda son sectores socialmente cada vez más pequeños y es difícil ganar elecciones solo con ellos.

En todo caso, el debate es cada vez más visceral, de hooligan.

Es preocupante, y no sabemos cómo evolucionará. En el libro cito el deterioro de las instituciones de intermediación de intereses; no solo políticas, sino sociales, económicas..., que hacían que muchos ciudadanos sintieran que tenían algunas estructuras de poder en las cuales podrían confiar y que siempre iban a representar sus intereses: sindicatos, asociaciones de vecinos, iglesias... Esas instituciones se han deteriorado mucho, y lo que tenemos ahora es una polarización permanente, donde todo el mundo tiene posiciones fuertes en todos los temas y sin instituciones capaces de canalizar sus demandas.

 

Otra característica de la política actual es su volatilidad e inmediatez, todo pasa rápido y casi no hay suelo donde pisar.

Ese es uno de los grandes problemas. Por eso digo que deberíamos prestar más atención al deterioro de esas instituciones de intermediación de intereses, que eran las que daban esa perspectiva de largo plazo a los actores políticos para que pudieran invertir en acuerdos. El caso paradigmático son los sindicatos, y los pactos que se producían, esa perspectiva de «yo hago sacrificios ahora a cambio de que en un horizonte de cinco o diez años vaya a tener unas políticas sociales mejores». Así es como se construyeron los estados del bienestar de Europa, con esta especie de pactos intemporales. Muchas de las explicaciones de por qué no se hacen políticas en direcciones en las que podrían ser beneficiosas para unos y para otros tiene que ver con este problema político de fondo; que nadie tiene incentivos para hacer sacrificios en el corto plazo a cambio de beneficios en el largo, porque ni siquiera saben si van a estar ahí, no están seguros de ser ellos quienes vayan a capitalizar las ganancias.