Draghi se despide entre elogios; los problemas del euro permanecen
Mario Draghi deja hoy el cargo de presidente del BCE entre halagos por haber «salvado el euro». Le sustituirá Christine Lagarde, quien, pese a esos elogios, deberá gestionar un legado complicado.

El salvador del euro», «el modernizador del Banco Central Europeo», la persona que consiguió «recuperar la confianza de los mercados»… Llueven halagos sobre Mario Draghi, que hoy termina su mandato al frente de la institución con sede en Frankfurt.
Merecidos o no, parece pronto para establecer un juicio tan rotundo sobre la actuación de Draghi al frente del BCE. No conviene olvidar lo que le ocurrió a un colega suyo, el incombustible Alan Greenspan, que estuvo casi veinte años al frente de la Reserva Federal de EEUU y del que el “New York Times” llegó a hacer un editorial con este herético titular: «¿Quién necesita a Dios si tenemos a Alan Greenspan?».
Greenspan se fue en 2006 entre adulaciones. Bob Woodward –uno de los periodista que destapó el Watergate– lo calificó de «maestro». Como sabiamente señaló Nikita Jrushchov, la economía no es una materia que suela amoldarse a nuestros deseos. La crisis financiera de 2007 y la posterior quiebra del Lehman Brothers en 2008 volvieron a situar a Greenspan en el ojo del huracán, pero esta vez como máximo responsable, por acción y por omisión, del ciclo especulativo que acababa de estallar. Algo de lo que, por otra parte, ya advirtieron, entre otros, el heterodoxo especulador Jim Rogers, que en octubre de 2002 declaró que «la reacción de Greenspan a la burbuja en el mercado de valores [La crisis de las puntocom de 2001] ha provocado el crecimiento de dos burbujas más: una burbuja inmobiliaria y una burbuja de deuda de los consumidores… La historia lo juzgará como uno de los peores banqueros centrales habidos nunca». Voces críticas, muchas veces certeras, que sin embargo, suelen quedar ocultas en un magma de adulación.
En cualquier caso, una vez concluido el traspaso de poderes en el BCE, puede que la suerte de Greenspan sea también el destino del ahora «salvador del euro», al que en este momento algunos se atreven a situar incluso como el próximo presidente de la República italiana.
Mario Draghi sustituyó a Jean-Claude Trichet en 2011 cuando todavía el alcance de la crisis en Europa no estaba claro. «El BCE hará todo lo necesario para salvar el euro. Y, créanme, será suficiente». Es la frase que pronunció Draghi el 6 de setiembre de 2012 en un momento muy delicado por la presión especulativa desatada contra el euro. Con ella consiguió transmitir tranquilidad y apaciguó la presión. Y le hizo famoso.
Pero de ahí a que lograra salvar el euro va un abismo. No hay más que repasar la situación actual. Durante su gestión al frente del BCE ha conseguido que en Italia haya llegado al poder un gobierno de derechas al que, a diferencia de sus predecesores, no le quita el sueño que Italia termine fuera de la moneda común. Actitudes similares se abren paso en otros países, donde las posiciones contrarias al euro ganan adeptos con cada nuevo proceso electoral.
La incontrovertible bondad del euro ha dado paso a una crítica cada vez más amplia y profunda. En este contexto, no puede concluirse que el euro sea ahora más fuerte que hace ocho años, cuando Mario Draghi comenzó su mandato.
Tampoco guardarán buen recuerdo del italiano aquellos países que pidieron un «rescate». El BCE, con su presidente a la cabeza, siguió a pies juntillas las instrucciones de Berlín sobre el modo de abordar la crisis en la zona euro. Tomó una serie de decisiones que obligaron a varios Estados a pedir ayuda financiera –llamada eufemísticamente «rescate», cuando en realidad los rescatados fueron los prestamistas–, que fue acompañada de durísimos recortes y draconianos ajustes.
Draghi también fue determinante en el desenlace de la crisis griega. Fue más allá de sus atribuciones al dejar sin liquidez a los bancos griegos y maniobrar con la Troika para doblegar al Gobierno de Syriza, obligarle a renunciar al mandato que tenía e imponer la firma de un tercer rescate. Draghi se puede vanagloriar, además, de haber tenido también un importante papel previo en esta crisis. El presidente del BCE trabajó para Goldman Sachs, un banco de inversiones al que califican de “calamar vampiro” y que tiene el dudoso honor de haber participado en la mayoría de operaciones truculentas que estallaron con la crisis. Desde su cargo de vicepresidente de ese banco para Europa, Draghi ayudó a falsear las cuentas de Grecia para que entrara en el euro.
Finalmente, el presidente del BCE reconoció públicamente que la ciudadanía griega tuvo que «pagar un precio terrible» por los programas de ajuste que se les aplicó. Sobre el carácter antidemocrático de esas decisiones, impuestas por encima de la voluntad de los gobiernos y de sus mandatos electorales, no ha dicho todavía ni palabra.
En cualquier caso, la confesión vuelve a poner el foco en los verdaderos salvadores del euro no han sido los presidentes del BCE, ni los ministros de Economía y Finanzas, sino la gente corriente que ha pagado un enorme precio por la incompetencia de sus dirigentes, sin haber sido consultada al respecto.
Tal vez su mayor mérito haya sido lograr que Berlín le permitiera comprar deuda pública, eso sí, indirectamente para no quebrar la regla que dice que el BCE no puede financiar a los Estados. Para ello diseñó el sistema de compra de deuda pública en posesión de los bancos privados. Algo nada original, por otra parte. Otros bancos centrales hace tiempo que compran deuda pública, además directamente. Tanto la Reserva Federal de EEUU (Fed) como el Banco de Inglaterra (BoE), así como otros bancos centrales, utilizan esta herramienta cuando la consideran oportuna. Ese impedimento europeo no nace de una necesidad económica, sino de las reglas que Alemania impuso al euro. Nada más humano que intentar controlar a los socios de los que no te fías.
Tras haber detenido el programa, el BCE lo retomará a partir del 1 de noviembre por las pobres perspectivas económicas y para tratar de estimular la actividad y el empleo.
La política monetaria expansiva ha sido el modo en que se ha eclipsado el desequilibrio económico entre el norte y el sur de Europa que el actual diseño del euro, además, no permite corregir. El creciente flujo de dinero ha relajado las tensiones que permanecen latentes. Por ello, en cuanto el BCE anunció la decisión de retomar las compras de deuda ante las malas previsiones económicas, las críticas en Alemania no se han hecho esperar. Y Draghi ha pasado de ser representado en los tabloides del país como un recto prusiano a ostentar el título de «conde Draghila», un vampiro que sorbe la sangre de los ahorradores del norte mientras mantiene a los ociosos derrochadores del sur de Europa. Unas caricaturas que explican el profundo desequilibrio que pone en peligro la existencia de la moneda común.
Su sucesora, Christine Lagarde, tendrá que hacer frente al reto de una mayor capacidad de gasto común, algo de lo que no quieren ni hablar los alemanes. Hasta ahora, Lagarde se ha mostrado favorable a los estímulos; sin embargo, en una reciente entrevista ha apuntado que quiere conocer las voces críticas con los bajos tipos de interés y que va a revisar profundamente todas las medidas que el BCE ha aprobado y analizar sus beneficios y sus riesgos.
De ella dice el exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis que, cuando en el FMI ha tenido que elegir entre las políticas que prefería Berlín o los intereses del Fondo, siempre terminaba alineándose con la visión alemana, tal y como ocurrió reiteradamente con Grecia.
En el fondo, tanto Draghi como Lagarde forman parte de ese selecto club de personas que saben quiénes son los poderosos a los que hay que escuchar antes de tomar decisiones. Esa es su mayor virtud y la causa de elogio en la despedida del primero.

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