La niña negra
La Niña había visitado París, Praga y la Isla de Pascua. Sin embargo, estas visitas no habían disipado los ataques lacrimógenos que solo conocen aquellos que sienten de cerca la mala fortuna. Veinte años vividos en el París de los desdichados le permitieron realizar una discreta analogía una vez llegó de nuevo a Puerto Príncipe. Haití, para entonces, estaba atrapada en los enredos sutiles de los gobiernos mal llevados, en los desórdenes propios de malas intenciones, de secretas ambiciones, de corrupciones en su estado más puro, y en la codicia de zapatos rotos. «Cuando alguien experimenta un dolor, solo puede ser feliz olvidando». Pero ya ves cómo han cambiado las cosas: el mundo que ayer era mío, hoy no me pertenece; el que roba es robado, y así sucesivamente.
Las calles olían a ropa sucia, la gente lamentaba lo que estaba ocurriendo; todas las noticias eran malas, todos los cantos hablaban de ojos hinchados de llorar, de la gente que no puede dormir, de personas que hablan solas, de traiciones bien planeadas. Los coteros de la rue Christ Roi jugaban dominó porque no había cargas que cargar; se podían contar las costillas de los perros de esa calle. ¡Ay, Niña, nos robaron todo, nos robaron todo! Esas palabras, «nos robaron todo», era lo único que escuchaba en sus recuerdos; la Niña solo recordaba «nos robaron todo». Tal vez no le habían robado todo, pues la Niña aún conservaba la vieja costumbre de pensar, la vieja costumbre de soñar, la vieja costumbre de ser feliz cuando ya no te pueden robar otra cosa.
Antes de viajar a París, en aquellos días transparentes y frescos, llenos de olores sin cicatrices, cuando la conocimos, vivía en el barrio Carrefour, a dos cuadras del mar. Era flaca, tan flaca como la cuerda de trapecista de aquellos circos pobres que anuncian cada semana que se van a otra ciudad y no se van. La Niña usaba camisetas de algodón de Alabama y Agustín Codazzi, y usaba el perfume número 5 de Coco Chanel. Era suelta en el trato, discreta en lo que decía, diplomática en el sentido más cartesiano del término. Usaba pantalones de seda india con calcetines de Holanda y cinturones de fantasía. Sus pantalones estaban hechos a la medida, su ropa interior era toda de seda, y hablaba francés facturado en Haití. El créole y el francés, primos hermanos, los hablaba con acento haitiano, pero el francés se le escuchaba como una canción con volumen bajo, como se escuchan los ríos después de las cinco de la tarde.
Era hija de Mario Renzua, marinero de oficio, pero dedicado al transporte público «porque los buques no quieren viajar». Su madre trabajó diez años en casas bien construidas de Pétion Ville. «Trabajó diez años en el servicio doméstico para mandarme a la escuela».
Ahora que regresaba a Puerto Príncipe, encontraba la autopista Toussaint Louverture llena de personas dispersas en la rutina que produce la desdicha; la Niña se enternecía en el mar de las cuatro de la tarde, pero lamentaba los estragos groseros de lo que estaba ocurriendo en Cité-Soleil, en Delmas, en Carrefour, en Carfoe-Feuille, y en Canapé-Vert.
El Gobierno decía que todo estaba bien; la radio decía que todo estaba bien, los periódicos impresos en un francés fino también decían que todo estaba bien, los reporteros internacionales mandaban sus informes diciendo que todo estaba bien, los canales internacionales de noticias decían que todo estaba bien. Pero el jefe del Estado, que gobernaba con puño fuerte, era el que decía que todo no estaba bien; que no había carreteras porque los autos lo contaminaban todo, que para qué construir aeropuertos «si los extranjeros son muy chismosos», que solo le interesaba la sanidad pública y la construcción de escuelas.
Nosotros nos habíamos acostumbrado a la forma de llevar las cosas del jefe de Estado, pero la Niña sabía que el pez que vive en el charco no puede apreciar con nitidez los bellos acontecimientos del océano. Los almendros, las trinitarias, los claveles, las palmeras atropelladas por los ciclones de cada año, le decían al oído a la Niña que no todo estaba bien; que tal vez nunca nada estuvo bien, que todo era extraño y disperso, que todo era gris y patético, que todo era absurdo y lejano, que todo estaba sumido en el miedo, en la tortura, en el hambre de las dos de la tarde, en los tamarindos de la Rute du Aeroport; que la pobreza no era extranjera, que la pobreza era fabricada en casa, en los pasillos de los ministerios públicos, en los gabinetes ministeriales, en las oficinas petrificadas con olores siniestros de jazmines y geranios mal cultivados, en los potreros salvajes de los vertederos de los escombros sueltos de la riqueza.
La Niña, ahora en Puerto Príncipe, recordaba los bulevares de Praga, los cafés de París, y los atardeceres pacíficos de la Isla de Pascua.

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